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Relatos

Seudónimo: CaminodelSur

Titulo: Voz de mármol
 

 

En la capital del Piamonte cisalpino, de esto no hace mucho tiempo, el joven Sr. B, el último representante vivo de una familia que había sido importante en otros tiempos, había alquilado durante un año su casa histórica, un pequeño palazzo de piedra bien trabajada en el barrio antiguo, y se había mudado a un apartamento moderno en lo más nuevo de la ciudad. Tiempos mandan. Ahora, saldaría sus deudas. Podría obtener unos meses de permiso en su trabajo para ver mundo, conocer, descubrir, y ver, oír, tocar...

Tocó por última vez las rodillas de la estatua de mármol blanco en figura de muchacha que estaba de pie al comienzo de la escalera del vestíbulo. Cuando era niño había pensado muchas veces que aquella chica barroca, con su túnica diáfana de piedra, hubiera sido una bonita amiga, si viviera. Y muchas otras había terminado sus fantasías cabalgando en su pie desnudo sobre el pedestal, aferrado a la sabrosa rodilla gordezuela para no rodar por el pasamanos... hasta que alguien lo había descubierto y expulsado, velis nolis, de un papirotazo desapasionado.

“Cuídame todas las cosas”  se despidió sin palabras, “Volveré.”

Tomó el abrigo de sobre el pedestal, y salió cerrando con su llave.

 Cuando B se marchó, el vestíbulo fue todo desolación. Los ventanales cerrados y las cortinas pesadas ocultaban las vidrieras de colores y la alegría del sol. El silencio bajaba la escalera y un frío húmedo trepaba desde el sótano.

La estatua barroca se quejaba amargamente:

“Querido mío que estás tan lejos” - decía, secando una lágrima que rodaba por la mejilla siempre lisa, con su manto de piedra - “que siempre estás un paso más allá de mí, y siempre puedes contemplarme y recrearte, para olvidarme luego: ¿Por qué no me quieres? Conocerás mujeres: Bonitas, inteligentes, volubles, habladoras... Yo también soy hermosa, más que muchas, y siempre he estado dedicada a ti, sonriéndote, sosteniéndote, conociéndote... durante siglos he acumulado una sabiduría que sólo mi edad tiene. Nadie te puede comprender mejor ni ser más fiel ¿Acaso significo menos porque no pueda besarte? ¿Acaso estoy menos viva porque ahora no pueda avanzar los pasos que me faltan para llegar a tu lado? Son pasos imposibles, si tú no me dejaras que los diera”

Y sollozó con su voz limpia de mármol, y el eco difundió su pena: “besos, besos, estar viva, llegar a ti, yo los diera”...

El escultor que había creado a la joven estatua hubiera debido morir hacía siglos, pero, por su trabajo continuado con la piedra, había llegado a descubrir el secreto de la inmortalidad y, en la hora final, algo de él había pervivido. No todo su cuerpo, sólo algo esencial, inmaterial... Su esposa, que le quería mucho y le acompañaba a todas partes, sencillamente le había acompañado también en su no muerte. La familia los enterró juntos a los dos, y, por eso, en la actualidad, ambos espíritus charlaban de esta manera en el cementerio de la ciudad:

- Los crisantemos están preciosos en estas fechas – susurraba ella - Terminaron las lluvias que se filtraban entre los mármoles finos del panteón, humedeciendo los sudarios elegantes, infiltrándose en los delicados restos, calando los huesos frágiles... Era terrible aquella gotita que caía con un shuk shuk crepitante sobre la tapa del ataúd, hora tras hora... Me volvía loca a mí; y a ti, querido Paulo, te acrecentaba la sonrisa incorruptible e insobornable de cínico sabedor que está de vuelta, intangible caricia.

            Este féretro doble que nos perpetúa juntos necesita alguna pequeña reparación, mi amor. Sobre todo, ese clavo de plata que sobresale.

Ahora, el clima es hermoso. El viento invernal que desanima las almas de los mortales y los postra prestos a protestar sobre la tierra desabrida, nos trae intimidad: sin tiempo, sin pesares, sólo soportando el suave terciopelo susurrante, sonrojado, sabio. Y nos arrebujamos juntos jugando a acariciar nuestras joyas, con gusto agitado y pequeños gemidos que se tornan tiernos entre nuestros dientes enamorados. Qué bellas son las noches claras con las estrellas que en número incontable nos hablan de eternidad. Salgamos, Paulo. El viento ulula bella música ¿Quieres bailar conmigo?

Pero Paulo estaba desanimado: no podía crear; sus manos inmateriales no podían manejar las herramientas de su oficio. Aire en el aire y en ningún sitio reposo, eso era él. Apenas acarició a su esposa. Si hubiera podido sentir dolor, habría dicho que le dolían todos los huesos de tantas caricias.

 - Nada deseo sino a ti, mujer - le contestó en su tono negativo típico – pero tu levedad y tu gracia de fuego fatuo no impiden que yo sea insensible, inservible, insoportable. ¿No sería mejor renunciar a la capacidad de sobrevivir que tenemos? Es decir, de sobremorir y perdurar... ¿No te gustaría que algo de nosotros hubiera quedado en el mundo? Somos pura omisión, no esperamos más que no ser, definitivamente, cualquier noche.

- Pero tú tienes una hija, Pavlo – replicó ella – En la ciudad está aquella estatua del palazzo B, que llora por un amor imposible. El viento nos trae sus quejas atroces. Te necesita: tú puedes ayudarla, darle vida. Deja tu desaliento ¿Te tienta la aventura? ¿Querrías rebuscar en tu recuerdo para rememorar lo que es una aventura, al menos?

Y así, convenció a su esposo para que visitara a la joven estatua y le concediera el don de la vida. Él la llamó Lucía.

El Sr. B descubrió en su primer viaje largo en tren, que se mareaba. Era febrero, y el sol enfriaba los farallones de piedra y pinos negros que corrían por la ventanilla. Estaban en un desfiladero vertiginoso sobre un río profundo, y una oleada de niebla impedía ver dónde acababa aquella loca grieta en la corteza de la tierra.

 B se encontraba muy mal: caían frenando, chirriando, cuesta abajo, abajo, abajo, por el precipicio... Su vientre se contraía de angustia ¿Por qué frenaban? Nunca imaginó que recorrer el mundo costase tanto. De improviso, sintió que se detenían con un suspiro de caucho y metal. En aquel rincón perdido existía un apeadero ferroviario: una construcción de ladrillo viejo, el letrero reglamentario iluminado por el mediodía…

 Pero a la izquierda había un almendro en flor. Tenía tal cantidad de brotes entre las yemas apenas reverdecidas que parecía un milagro, un incendio vegetal resplandeciendo en rosa y blanco. Se diría que las ramas flacas caerían bajo el peso de la masa de nata, o bien que habrían de salir volando fuertemente en alas de los  pétalos pujantes que se abrían, se empinaban, ascendían…

 B y el árbol paradójico se miraron frente a frente, muy quietos, atentos, desafiándose...

 Después, el tren silbó, recobró su marcha, y dejó atrás el hermoso almendro. El desfiladero había terminado: la llanura costera, salpicada de colinas bajas, descendía rápida hasta el nivel del mar. El cielo estaba pálido y despejado.

 La primavera...

 B contempló absorto la vanidad de la tierra, tenaz y lujosa, que en primavera superponía el encanto de los almendros blancos al negro azul de los cipreses rectos como flechas, y la promesa de la hierba que renacía sobre la ceniza donde habían descansado todas las cosas en invierno.

Lucía, siempre siguiendo al Sr. B, había tomado el tren posterior, y, cuando se detuvieron al anochecer en el desfiladero, se encontró frente al mismo almendro.

Estaba espléndido. Ella, que apenas conocía el mundo por lo que se distinguía desde las ventanas de su casa, nunca había visto un almendro en flor y se quedó maravillada. Como estaba tan enamorada de B, todas las cosas le hacían pensar en él, y aquella explosión inmóvil de leche se lo recordó muchísimo.

El árbol le sonrió, satisfecho de su interés, y ella le devolvió el saludo ingenuamente con la mano... Y por aquel gesto inexperto, el almendro la reconoció: Aquella era la muchacha de la que hablaba tanto el viento últimamente entre los seres sin alma, la que acababa de cobrar vida  y estaba buscando a cierto extranjero por media Europa. Notable casualidad :)

-         Ha pasado por aquí – le dijo, sin darle importancia para no asustarla, y espió su reacción.

Ella abrió todavía más los ojos

-         ¿Lo has visto hoy? ¿Está bien?

Sin duda era ella. Era muy joven y no le importaba hablar con desconocidos.

-         Árbol – insistió Lucía - ¿Se encuentra bien? ¿Se acuerda de mí?

-         Sí, está bien, está tranquilo, contento. Pero no se acordaba de ti. Al menos no me dijo nada...

-          ¿Qué te dijo? – le apremió ansiosa.

Él negó balanceándose y alzó con más coquetería su espectacular abanico de flores: B, como todos, sólo había podido admirar su belleza y callar. Naturalmente.

-         Ay, árbol – se quejó la muchacha – si pudieras contarme algo más... Tú que vives como yo he vivido hasta hace poco, sin salir del círculo estrecho en el que tus pies se posan, y que, por eso, eres mi allegado en cierto modo, ¿no me puedes decir nada nuevo? Tú que escuchas a las aves que te habitan, que tanto recorren y tanto conocen, que predicen el futuro con su vuelo... ¿No sabes nada que anuncie lo que me va a suceder? ¿Lo que nos va a suceder a los dos?... Es tan importante... Dímelo si te está permitido, y susúrramelo si no estás autorizado, te lo ruego. 

Él dudó. Preferiría no hacerlo, pero algo le impulsaba a presumir de sus conocimientos ante aquella tontuela de hablar anacrónico.

-         Lo encontrarás, lo conseguirás – contestó, ruborizando un poco sus flores por la mentira.

El tren silbó y avanzó.

-         ¡Adiós! ¡Lo siento mucho! – se despidió Lucía, pensando que era una lástima que la nube fría de lluvia que los había perseguido todo el camino fuese a alcanzar al soberbio árbol aquella noche. Mejor ocultarle este hecho inevitable.

-          ¡Adiós niña! ¡Que tengas buen viaje! – se estremeció el almendro con pena de ella, que se alejaba tan frágil, tan mortal, tan incapaz de pervivir década tras década y dar vida tras vida a ciclos nuevos. De estas cosas era mejor no hablarles a los humanos, con su existencia corta y trabajosa y sus amores breves.

Y se inclinó sonriendo ante el primer embate del viento frío, al que, hoy, él, “él”, tenía muchas noticias galantes que contarle.

            Al cabo de unos meses, B. volvió a su ciudad. El río seguía corriendo lento, y el otoño caluroso. Se sentó a beber con un amigo curioso que le hizo muchas preguntas sobre su aventura con Lucía.

- No ha sido una aventura - replicó B., distraído, balanceándose en la silla - ¿Ves esta copa? Redondita, húmeda, sabrosa, toda para ti. Tu copa. La levantas y no se opone. La pruebas, y se deja beber. No hay que luchar. Entras en un estado de calma, dosificas... El tiempo se detiene y gozas como un niño. Estarías así siempre.

- Te gusta mucho Lucía, ya veo. Pero ¿dónde está?

            B. frunció el ceño y se inclinó peligrosamente hacia atrás. Su amigo le sujetó la silla.

- Te caerás.

- No, no es que te caigas: es que te despiertas. Un día te cuenta su vida y te encuentras con que incluso una persona buena como ella tiene toda una historia también.

- ¿Estaba casada?

- No. Algo más complicado. Difícil de aceptar.

- ¡Una mujer misteriosa! ¿Y qué has hecho con ella? ¿Sigues viéndola?

- Claro, muchas veces. Tiene una voz muy bonita y está cantando ahora profesionalmente. Yo le busqué los contactos. Así es como intenté que superara la timidez, porque era muy ingenua, necesitaba vivir un poco... Pero no me preocupa: volverá. Aquí tiene su casa - sonrió, tocando el pedestal barroco de la estatua, que le servía de mesa en su casa nueva – Y, sobre todo, volverá porque tiene un buen recuerdo real de mí, sin fantasías, como persona… igual que yo lo tengo de ella.

 

© CaminodelSur

 

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