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RelatosSeudónimo: Largo e dolce
Titulo: La nada me lo dice todo
“Todos somos asesinos
y prostitutas, y no importa
a que cultura, sociedad,
clase o nación
pertenezcamos” (R.D.Laing)
Un día típico en mi vida es el de todos los días. Me despierto a las cuatro y media de la madrugada con el ruido metálico del contenedor vaciándose y el ronroneo del camión de basura. Suelo quedarme quieto escuchando la radio hasta que la luz del día se insinúa por la ventana. Cuando termino de bañarme, desayuno poco y leo la prensa que me ha subido la portera. A media mañana salgo de casa y deambulo por las callejuelas hasta llegar al puerto. Como solo; después, una siesta y esperar que la noche venga. Hasta esta tarde he sido incapaz de vivir el presente, hasta hoy me he sentido tragado por una pétrea nostalgia que me apisonaba y una eterna humedad se había instalado en mis ojos. Todo tenía el mismo color.
Nuestra pareja duró quince años. Como otras, fue la historia de un matrimonio cargado de trivialidades, rupturas y desencuentros en un piso de doscientos metros cuadrados. Ella escribía poesías y pintaba bodegones en la habitación que da el sol del mediodía. Yo, por mi parte, amañé una pequeña habitación, siempre pendiente de ordenar, la montaña de ropa encima del catre, la mesa con el ordenador, los discos, carpetas, cenicero, los libros apilados en el suelo. Es el único espacio que añoro y he tenido que abandonarlo; en su ausencia las paredes destilaban miedo y un ensordecedor silencio llenaba la casa en las madrugadas.
Agotado, nervioso, insomne, decidí huir. Alejarme del escenario, de la amable y resignada cotidianeidad en la que habíamos vivido los últimos años. Cada mañana, sentía el vacío, me faltaba su beso de despedida, y ya en la acera, su sonrisa con el brazo en alto, mientras me despedía. La he buscado en mis insomnios y encuentro la almohada vacía. En su ausencia mi vida se ha deshecho y mis carnes chirrían melancolías. En este tiempo la tristeza se ha interpuesto entre la vida y yo. Cinco meses en que los días me han parecido eternos y he tenido que acudir a un psiquiatra para apaciguar mis pensamientos con la farmacia.
Unas semanas antes, acostados en la cama, ella me había hablado de otra muerte. Mientras se giraba para darme la espalda, como cada noche, me dijo:
-A veces tengo la impresión de que nuestra pareja está muerta hace mucho tiempo, pero me gusta vivir contigo.
Fue un desenlace rápido, sin tiempo para despedidas. Un día antes de nochevieja ingresó en Urgencias. Me habían despertado unos sonidos extraños. Abrí la luz. Una mueca de dolor llenaba su rostro. Su frente estaba empapada con el sudor frío de los moribundos. Sus pupilas estaban perdidas. Ocurrió de madrugada, como casi todas las catástrofes, a las cuatro, faltaban unas horas para que amaneciera. Una gran mancha rojo carmín cubría la sábana. El suelo y las paredes estaban moteadas de salpicaduras.
Hubo algo más que hipoteca y cenas sociales en estos quince años. No tuvimos hijos. Después del tercer intento de inseminación artificial terminó en un quirófano por un embarazo ectópico.
Desistimos procrear y la rutina convirtió el sexo en algo frío y distante. No podía recordar casi nada.
Los últimos años fuimos cómodos compañeros de viajes. Ciudades y restaurantes fueron nuestra cortina de humo, nuestro escudo para seguir viviendo sin esperanza. Ahora me doy cuenta -hacía tiempo- que habíamos renunciado al riesgo, habíamos dejado de volar más allá del horizonte, habíamos dejado de soñar y habíamos reducido nuestras vidas a un coche , una casa y poco más.
Hace unos meses, un sábado por la tarde, dejó de llover y el cielo clareó de repente. Cogidos de la mano paseamos por la playa de Es Trenc.
-Cuando una nada me lo dice todo me siento sabia.
No los entendí. El sol declinaba. Seguimos paseando, hipnotizados por la naranja fluorescente que se perdió detrás del horizonte.
Con la venta del piso mi depauperada cuenta corriente aumentó en 500.000 euros. Hubo, además, otro ingreso inesperado, era el único beneficiario de los cien mil euros del seguro de vida. Un dinero que me quemaba y que aún estoy dilapidando. Pedí una excedencia del trabajo. Todos se alegraron, quedaba vacante la plaza de Jefe de Negociado de la concejalía de urbanismo.
Antes de irme fui a despedirme del concejal. Le hablé de mi cuenta corriente.
-Cuánto quieres invertir? Me preguntó.
-Todo. No quiero dinero en el banco. Había pensado en algunos terrenos que van a recalificarse. No tengo prisa.
Una semana después nos hicimos socios. Soy copropietario de un predio cerca de donde va a pasar la nueva vía de cintura. Está contento conmigo, de mi dinero y de mi disponibilidad para ser un hombre de paja. Estoy pensando en aceptar su ofrecimiento, figurar en las listas municipales por el PP.
-Necesitamos hombres como tú. Me ha aclarado. Gente pudiente que no necesite la política para no morirse de hambre.
De vuelta a casa he pensado en esta gente “como tú”, gente mediocre y fácilmente corruptible, como yo.
Hice dos viajes, uno a Cuba, donde me dejé amar por una mulata a la que conocí en los aledaños del malecón; en el otro paseé por las calles adoquinadas de Salzburgo mojadas por la lluvia. Era éste un viaje planeado mil veces y mil veces pospuesto por falta de dinero. Ni las caricias de la niña de culo prieto, ni Mozart, me sustrajeron de mi estado; ni la soledad ni la compañía me sirvieron frente a una ausencia que no añoraba. Algunas tardes he vuelto a la playa de Es Trenc, pero la nada sigue callada y me siento un idiota frente al mar.
Apareció Sonia. Entre sus manos, cada semana, nace y muere el deseo. Media hora en la que dejo de ser yo para convertirme en su juguete. Fue el concejal, en la barra del bar. Con el dedo señaló el pequeño anuncio en negrilla:
-Si tienes alguna necesidad ves a casa de Maruja. Puedes decirle que vas de mi parte.
Lo leí con una fingida desgana:“ Casa Maruja, top models: diez bellas señoritas harán tus sueños realidad. Todos los servicios. Tfno. 6578980765”
No era del todo cierto. La mulatita se fue con treinta dolares; pero en una ciudad provinciana ir de putas es motivo de murmuración y escándalo. Cada vez que voy a su casa repito la primera vez, a hurtadillas, como un vulgar ratero, miro a un lado y otro de la acera, subo las escaleras de dos en dos ; mientras espero que miren por la mirilla y abran la puerta, me aliso el pelo con la vista al suelo. Es una sensación inexplicable y bochornosa. Una tras otra, casi desnudas, se acercan al sofá donde estoy sentado, se inclinan, me dan un beso tierno y susurran su nombre en mi oreja. Algunas me guiñan el ojo, otras deslizan su mano por mi mejilla, todas sonríen. ¡Cien euros es una ganga para un cuerpo que necesita descargar una eyaculación reprimida!
Sonia no es la más guapa, pero sus pupilas me suplicaron. Está en esa edad indefinida, entre los treinta y los cuarenta, de piel morena, amplias caderas y unas tetas que se desparraman fuera del ridículo sujetador. Al oído me dijo su nombre.
- Soy Sonia- . Casi en un murmuro, añadió:
- Escógeme si te gusta imaginar.
Su mirada de súplica frente a mi timidez por sentirme nadie, se transformó. Sonia supo ver más allá de mi alma desgarrada, intuyó que necesitaba destruirme en sus manos. Buscaba en una breve erección, en una ridícula eyaculación, un cataclismo en una habitación enmoquetada, con un espejo en el techo y un reloj en la pared. Yo ansiaba humillación envuelta en placer en un vano intento de exorcizar mi soledad [de los golpes y las fiestas sólo se recuerdan los últimos]. Eyacular encima de su bota de charol, vestido con un liguero y medias de rejilla no es suficiente.
En mi vida entró también Marisa. Es una compañera de trabajo, una solterona divertida con la que durante años hemos intercambiado educadas sonrisas. Una relación cortés, en el bar de la esquina, en el tiempo de la merienda. Cuando se separó de su marido acortó su falda un palmo y se embutió unos pantalones con una talla menos. Nunca había habido feeling entre nosotros. No me gustaban sus ojos pequeños y vivarachos como los de una cadernera, ni su trasero que parece una hogaza de pan. Desde que soy viudo me llama para interesarse por mi estado.
Hace una semana me invitó a cenar:
-Sería el aniversario de bodas. No quiero pasarlo sola. Te invito a cenar.
Escogió un restaurante caro. Eligió un reserva de “Ribera del Duero”, de 52 euros. En la cena me dijo:
-No eres viejo. Puedes volver a empezar.
Contesté como los gallegos:
-¿Te olvidas de que los sueños son libres?. No nos pertenecen, son ellos los que acuden.
Aquella primera noche bebimos y conversamos. Me dedicó una voluptuosa sonrisa y terminamos en su casa abrazados. Movió su lengua como una noria sobre mi glande. De rodillas se acarició mientras engullía mi sexo. Terminé en su boca agradecida. Al final había realizado una fantasía mil veces imaginada; pero sólo quería huir.
¿Las dos significan algo, o son tan sólo una estrategia para seguir viviendo una situación insoportable?. No estoy seguro de muchas cosas, pero si de que jugando a lo prohibido nos destruimos con una mano, mientras con la otra lo llamamos amor. ¡He recuperado la risa!; una risa que nada tiene que ver con la alegría pero que me aparta de la soledad. Entre nosotros hay una cama, caricias y sudores, fluidos y miradas cómplices. Los tres necesitamos el sexo para sobrevivir. No sólo es una forma de despojarnos del pasado. El sexo es mucho más prosaico; ni Sonia soportaría ganarse la vida limpiando escaleras ni Marisa podría vivir sin la esperanza de volver a formar una pareja.
Ha sido esta tarde, en un bar casi vacío de gente, la calle abarrotada. Soplaba la Tramuntana. Estaba distraído observando a través de la ventana la riada de humanos con sus prisas y sus miradas tubulares encaminándose hacia sus madrigueras. La taza de café en la mesa, el rostro fijo en la vidriera que daba a la calle. He sentido un fogonazo. Como en un sueño me ha venido el recuerdo de aquel día en que nos untamos el cuerpo uno al otro, con aceite, frente al mar de aguas nítidas; y luego nos sumergimos en el piélago azul. Encendí un cigarrillo de marihuana. Flotamos bajo el cielo del Mediterráneo. Las rocas, grises y planas, se convirtieron en nuestros lechos. La recuerdo jugando con las olas y siento una sensación desconocida.
La libertad tiene gusto a café humeante, huele a bar semivacío. En la gramola suena Maná... “Todo pasa tan deprisa en estas calles, en un cerrar de ojos terminó...”. Volver atrás y adentro hasta que la nada me lo diga todo.
© Largo e dolce
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