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RelatosSeudónimo: Gauron
Titulo: En la oscuridad de la noche
Querida Isabel:
Disculpa que no te escribiera; sé que tus ojos escrutinan mi corazón aún a pesar de la distancia y no podía dejar que vieras lo que en él pasaba. Ahora me arrepiento y espero que no sea demasiado tarde.
Te amo, y eso es lo primero que quiero que sepas, siempre.
Hace tres noches caí, como sólo puede caer quien se cree invencible.
Nunca había sentido lo que sentí, ni notado lo que noté; me avergoncé
al saber que tu amor compartía, en mi corazón, una turbiedad semejante. Pero ahora creo que me lo perdonarás. Tus ojos altivos y tu delicada tez son recuerdos que me acompañan puros y no pueden ser mezclados con nada más. Tu sitio será tuyo siempre, al lado de nuestros hijos. También sufrí por ellos, pero no sólo por el presente, sino por el futuro, ¿qué será de ellos?. La tristeza me rodea con un melancólico abrazo, pero ya es irremediable.
Creo que es mejor que sepas todo de mi puño y letra. No quiero
imaginarte pensando en lo que pudo suceder y en por qué, antes del final, no supiste nada de mí.
Mi escuadrón de jinetes reforzaba una unidad de voluntarios y como caballero, iba al frente de un grupo de nuestros vasallos. Casi
cien hombres provenientes de las tierras centrales. Estaban apenas
pertrechados y su instrucción militar era baja. Teníamos que alcanzar
un campamento militar que distaba apenas dos días de marcha. Nuestro
jefe había decidido usarnos de fuerza exploradora y de intervención rápida, en caso de emboscada. La noche del primer día estábamos a punto de alcanzar una vieja fortificación en ruinas cuando todo sucedió.
Fue una locura, mi amor. La noche se tornó más obscura por efecto de
la magia negra, y una lluvia de conjuros extraños golpearon
nuestra columna dispersándola. Fue entonces cuando atacaron. Sin piedad y sin cuartel. Una horda de extraños monstruos de los planos inferiores, digna de las pesadillas de un demente, apareció como de la nada entre los soldados. Muchos no vieron qué les golpeaba y los que lo vieron sólo pudieron morir con el miedo en sus ojos. Los reclutas se empujaban, chocando sus cotas de malla, intentando salir de las filas, mientras otros ondeaban inútilmente sus armas en el aire en un vano gesto de amenaza. El aire apestaba a hediondas pestilencias y a sangre fresca. Mis sienes latían con la energía que da el combate y con la mirada trataba de evaluar, entre el humo y la oscuridad, la amenaza.
Mi escuadrón se reagrupó e intentamos cargar contra los demonios. Pero no era posible; había cuerpos heridos y guerreros luchando por todas partes; inmediatamente tuvimos que entrar en un cuerpo a cuerpo
desorganizado. Nuestras pesadas armaduras bastaban apenas para parar
esas garras inmundas y nuestras armas se saciaban de sangre negra. El
curso de la batalla estaba igualado y el desenlace era incierto.
Conseguimos cerrar filas y retirarnos, de forma ordenada, hacia la vieja fortificación y ahí sucedió...justo a las puertas de la seguridad.
Los hombres perdieron su valor, muchachos que antes desfilaban
arrogantes y que habían luchado con coraje, cayeron de rodillas
llorando y mi mano se paralizó. No fue algún pavor mágicamente instilado en mi corazón, fue puro miedo. Mi corazón desfalleció y hasta (¡perdóname mi señora, puesto que aquí te falle!) tu luz dejó de guiarme. Me sentí solo y supe que todos, en ese momento lo estábamos. Incluso las bestias demoníacas pararon su feroz combatir y retrocedieron ante su señor, un Gran Espíritu del Hambre. A su alrededor todo era negro, sobre nosotros las estrellas dejaron de brillar, la magia se apagó a su alrededor... ¡su presencia nos sobrecogía!
Sólo uno reaccionó, nuestro líder, y cargó contra el abominable ser.
Al extraño grito de ¡A la luz, a la luz! entregó su vida a manos de
esta bestial criatura. Su muerte fue sobrecogedora...
Y lloré de miedo, por ti, por mí, por todo lo que existe en esta
tierra y podía desaparecer, mis lágrimas se mezclaron con el sudor y trazaron surcos en mi cara. Me sentí impotente. Alguien, sin duda un compañero, reacciono fustigando mi caballo y salí
galopando de allí. Las tropas auxiliares quedaron detrás, abandonadas; vi que alguno pudo subir uno o incluso dos en su montura. Pero no hubo nada más que hacer, ni siquiera podíamos pensar. Fue una carnicería.
Nos refugiamos en las ruinas de la torre fortificada, y la noche pasó
entre temblores de miedo repeliendo algunos ataques esporádicos.
El amanecer nos descubrió que el campo estaba lleno de cadáveres
de los nuestros. El cielo era gris acero, como la armadura que vestíamos. Al igual que nuestros pensamientos, el día era frío y desangelado y nuestras capas batían salvajemente al viento. Muchas criaturas malvadas estaban reforzando el perímetro del asedio y sus guturales sonidos se unían a los aullidos bestiales, con los que nos intentaban provocar y hacernos salir. Pero resistíamos, más por disciplina que por esperanza. Y así pasaron varios días, ni atacaron ni nos decidimos a salir. Era un suicidio intentarlo.
Finalmente nuestras raciones se terminaron... el primer día fue
malo; el segundo peor. En la noche del tercer día notamos como nuestras fuerzas podían abandonarnos por hambre. Nada quedaba ya en las alforjas y zurrones. Esa noche atacaron con especial intensidad los monstruos, pero el lugar parecía estar bajo una protección especial (¿algún dios bueno puso su huella protectora aquí quizás? Tal vez en otra época, en otros tiempos mejores).
Luchamos a lo largo de toda la noche hasta que cuando nuestros brazos ya desfallecían de cansancio, vimos que el cielo aclaraba y que faltaba poco para que nuestro Señor despuntará por el horizonte. Entonces, de nuevo, el ser nefando, el Espíritu del Hambre apareció y nos lanzó trozos de los compañeros y restos de las tropas auxiliares que había devorado parcialmente. Una voz retumbaba en nuestra cabeza recordándonos cómo lloramos al verle y cómo corrimos abandonando a nuestros soldados. Cuando por fin paró, dos de los nuestros se habían arrebatado las vidas con sus armas, pensamos que, en un intento por dejar de oírlo. La locura se apoderó de ellos y que Lathander, el señor del Amanecer se apiade de sus atormentadas almas.
Te cuento estos horribles incidentes por que eres la única con la que comparto alma y bien sé que sufrirás por mi aún sin saberlo.
Fue entonces cuando nuestro señor nos habló, tal como hace cada mañana. Tal y como hizo el día que tu y yo nos juramos amor eterno. Una gran bola naranja emergió de entre las lejanas montañas y extendió sus rayos por todo el cielo, quebrando la espesa negrura e iluminando la tierra, con sus campos y bosques, con sus seres y criaturas. La bola naranja cambió a amarillenta y se elevó sobre el cielo.
Miré en mi interior y lo entendí; otros compañeros también lo
entendieron.
Ese día lo pasamos reflexionando y escribimos a nuestros seres
queridos. Sorteamos quien sería el portador de las misivas y a estas alturas, leyendo esta carta, sabrás que no fui el afortunado. Mi honor y mi amor por los demás me obligaron a cumplir mi palabra. Incluso un humilde siervo del Señor del Amanecer como yo, ha de entender cuando llega la hora de pagar por lo que se recibió. Pero las criaturas aberrantes que nos acosan pagarán también el precio de la sangre, y aunque caiga y sus garras destrocen mi cuerpo nunca sobrepasarán la barrera de nuestro amor.
Diles a los niños que no se enfaden si les pasan cosas tristes. Su sonrisa vale más que una pequeña desgracia. Cuéntales que su padre fue caballero al servicio de nuestro Señor, que sus ideas eran realmente sus armas y el brazo que las empuñaba era la fe. Cuando sean mayores que sepan que ya no tuve miedo y que en mi mirada, hoy, os llevaré a todos. Cuando me adentre en la Oscuridad y encuentre a los que en ella moran, no desfalleceré. El Amor me mostrará el camino y mi valor me permitirá recorrerlo.
Él nos espera allí en su trono de luz y cristal. Le pediré que no me
deje llegar sin ti para que me encuentres a las puertas de nuestro paraíso cuando vengas. Juntos entraremos de la mano en la Luz y
estaremos en la tierra del Amanecer continuo.
Te amo más allá de toda razón.
Por siempre tuyo
Iriadel
Caballero de Lathander
El águila no entendía, sólo veía, algunas cosas las notaba, otras las
sentía.
Y lo que percibía hace tiempo no era a lo que estaba acostumbrada.
Vientos raros la elevaban a altitudes a las que no quería ir; fríos y
calores distorsionaban el delicado equilibrio que ella necesitaba para sustentar sus alas.
Notaba que las criaturas del suelo, se llevaban la peor parte. Su
miedo era perceptible y andaban alocadas. Grandes criaturas que nunca
había visto se movían cerca de la vieja fortaleza, su mera vista la
repugnaba y asustaba, aquello no eran ni presas ni cazadores. Eran
algo que no comprendía.
Y dentro de la fortaleza, figuras familiares, de las que se solían ver por los caminos de los reinos, hormigueaban con ajetreo. Miró
interesada cómo brillaban con sus caparazones metálicos y vio un estandarte que se inflamaba con resplandeciente blancura bajo los primeros rayos de sol. Eso le recordó que se sentía hambrienta, y perezosamente giró alejándose de esa zona desagradable en busca de algo que pudiera comprender y que le satisficiera el apetito.
El águila no vio como los viejos portones de la fortaleza se abrían y como una vez más de sus muros salían ruidos de cascos y metal.
Caballeros e infantes salieron por igual a romper el cerco. No obstante, las grandes criaturas reaccionaron con premura y saltaron
sobre ellos, como una catarata negra. No vio, tampoco, una figura ligera que montado en un gallardo caballo negro galopaba sobre la llanura levantando volutas de polvo y, por supuesto, no vio sus lágrimas ni percibió el rechinar de dientes del jinete, mientras dejaba bien atrás el campo de batalla. Y aunque no lo vio, sí que percibió la presencia del Espíritu del Hambre y eso la hizo temblar y acelerar su vuelo.
El viento barrió el lejano grito del primer caballero:
!A la Luz, a la Luz¡
© Gauron
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