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RelatosSeudónimo: Keops
Titulo: La Cita
Menos diez. Parece mentira que después de tanto tiempo sólo resten unos minutos para encontrarnos cara a cara. Y pensar que debe de estar ahí mismo, a menos de un kilómetro de mí. Creo que si no aligero el paso se me hará tarde y no quisiera retrasarme en esta primera cita. Todo el mundo valora la puntualidad como una inestimable virtud, así que mejor empezar con una valoración positiva. Ordeno inmediatamente a mis piernas que se muevan con mayor celeridad, pero responden sin control, como si tuvieran vida propia, sin que mi cerebro sea capaz de corregir el paso tembloroso y arrítmico que produce el millón de millones de hormigas que recorren mis músculos. Vamos, no es tan difícil: ¡un dos, un dos!. Así, con la mirada al frente: ¡un dos, un dos, un dos...!.
Las calles están llenas de gente. Gente que también camina, contra mí o hacia mí, gente parada o en movimiento que a veces tengo que esquivar, con la inexorable condición común de tener ocupada al menos una mano sujetando algo, ya sean maletines, bolsos, bolsas, esposas, maridos, novios o perros. Gente en las baldosas y gente en el asfalto, formando un cuadro detrás de las ventanas de los autobuses o metida en el anonimato de un coche. Es hora punta en la ciudad y hay tanto ruido que soy incapaz de escuchar nada. Tan sólo oigo mi respiración, profunda y entrecortada, y el corazón palpitándome en la sien. Empiezo a notar que el aire que inhalo resulta escaso, que no llena mis pulmones, que cada vez es más agitada mi respiración. Las piernas me siguen temblando y la idea de huir va cobrando fuerza en mi mente. Pienso en dar la vuelta, llamar con cualquier excusa anulando el encuentro y acabar de una vez con esta sensación agónica. Miro el reloj: ocho minutos. ¿Cómo es posible que sólo hayan pasado dos minutos?. Se me ha debido parar. Pero no, el reloj de la torre de esa iglesia marca la misma hora. Entonces aún tengo tiempo, y me doy cuenta de que voy demasiado deprisa. Tengo que parar un poco e intentar recobrar una respiración normal, inhalar hondo, expulsar el aire despacio y darle descanso a mis piernas. Me convenzo de que no puedo volverme atrás ahora, tengo que superar mi miedo y recuperar la calma. No pasa nada, no hay motivo para no estar tranquila. Vamos, así, con confianza, disfrutando del paseo, caminando sin prisa, pues hay mucho tiempo y no quiero llegar temprano, es preferible no tener que esperar.
Ya me siento un poco mejor, el corazón vuelve a su sitio y a un ritmo que mi pecho puede soportar. Noto la ropa pegada a mi cuerpo... ¡Oh, Dios! ¡Estoy empapada en sudor!. Tengo la camiseta aplastada en mi espalda, los pantalones pegados a mis piernas y mi frente mojada, la nuca, la parte superior del labio. Me paso la mano por ellas, pero esas gotas vuelven a aparecer y con mis manos también húmedas no consigo secarlas. No llevo ni un pañuelo, qué desastre. Cuando me vea aparecer con la cara mojada y... ¿a qué huelo?. No, no puede ser, no puedo oler más que a ese perfume tan caro que sólo utilizo en las grandes ocasiones. Ladeo mi cabeza hacia mi cuerpo intentando olerme con disimulo mientras camino. Si, creo que huelo a perfume, tengo que oler a ese maldito perfume, siendo tan caro no puede dejar de cumplir su misión.
Vuelvo a mirar el reloj: cinco minutos y ya estoy llegando. Sólo dos calles más y estaré allí. ¿Y él?, ¿estará allí?. Espero que sí, no puede fallarme. Seguro que no está sudado como yo... Estoy deseando verle recibiéndome con una sonrisa (por Dios, eso espero). ¡Uhf! ¡Qué nervios!. Confío en calmarme al oír su voz, porque me temo que seré incapaz de articular palabra. Supongo que me dará un beso de bienvenida, ¡y yo con la cara mojada!, ¡vaya impresión que le voy a causar!. Pero él sabrá, él entenderá que hace calor, vengo caminando y... Bueno, él sabrá disculparme... Quizás...
Dos minutos, ya estoy en la calle. Ya puedo ver al fondo el árbol centenario que preside la plaza, testigo seguro de tantas otras citas. ¡Oh, no!. Mi estómago burbujea y los millones de millones de hormigas ahora se han concentrado allí. Tengo que seguir respirando hondo e ignorar que esa parte de mi cuerpo existe o de lo contrario el sudor de mi frente será la mera anécdota de un desastre total. Procuraré no obsesionarme con eso, sería lo peor. Me voy acercando al árbol que ya se me va apareciendo en su magnitud real e instintivamente recorro con mis ojos la plaza entera, cada cara y cada cuerpo que mi vista es capaz de alcanzar. ¿No está?. Parece que no, al menos aún no puedo verle. Pero vendrá, tiene que venir... Por fin, bajo el gigante, vuelvo a mirar el reloj: es la hora, ya no puede tardar. Espero que me vea, hay mucha gente en la plaza, pero él sabe que éste es el sitio exacto. Antes de desesperarme, saco de mi bolso cruzado mi teléfono móvil para asegurarme de que no me ha llamado diciéndome que se retrasa (o que no viene...). No hay nada: nada, ni llamadas ni mensajes. Si no fuera a venir me hubiera avisado, claro, no me iba a dar plantón. Seguro.
¡Tic-tac, tic-tac...!. Ya pasan dos minutos y empiezo a impacientarme. Sé que no hay motivo, sólo son dos minutos, pero no puedo evitarlo. ¿Cuándo perdí mi autocontrol?. Estas cosas antes no me pasaban... Sólo queda una cosa por hacer en estos casos: encender un cigarrillo. A lo mejor si lo enciendo aparece, con el autobús funciona. Vaya, tres caladas y no, no aparece. ¡Qué asco de tabaco!. Tiro con desdén el cigarrillo y lo piso como a un gusano. Sin saber por qué noto alguien a mi espalda y me giro sobresaltada:
- Hola .- Es él, esbozando una sonrisa.
© Keops
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