Elena, un soplo de vida

Escribe, coge la pluma y pon tu imaginación a en ella.
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Sonny_Kaplan
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Elena, un soplo de vida

Mensaje por Sonny_Kaplan »

Yo estaba acostumbrado a esos bares de mala muerte. A esos que huelen a fritanga y a tabaco negro. Pero algo, una fuerza desconocida, me hizo entrar aquel día en esa cafetería. Estaba bastante animada, fui hasta la barra y me acodé en el único sitio libre. A mi lado, una copa de cóctel me dejaba adivinar que el sitio estaba ocupado. Pedí mi bebida, y entonces la vi llegar, Elena.

Hasta su nombre era sensual. Todo en ella era sensual, desprendía sensualidad por todos los poros de su cuerpo. Era rubia, tenía el pelo, una melena corta, con grandes bucles que caían alrededor de su rostro. Sus ojos eran negros y tenían unas pestañas larguísimas. Su nariz era chata y pequeña. Tenía los pómulos bastante marcados y su boca, era grande y con labios carnosos. Uno hubiera querido morderlos en el acto. No era demasiado alta, pero se movía de una manera que atraía todas las miradas. Bajo su ropa, se adivinaba dos pechos turgentes. Su cintura era muy fina, y se podía adivinar también unas caderas bien dibujadas. Sus piernas, a la medida de su estatura, eran largas y torneadas.

Era una mujer, al menos para mí, que encendía el deseo con solo mirarla. Y en ese preciso instante, mi deseo estaba más que encendido. Yo estaba pendiente de ella, no le quitaba ojo. Y ella lo sabía. Era de esas mujeres que se saben bellas y deseadas, y cuando están en un local, enseguida advierten quien se fija en ella.

De repente, hizo algo que me cortó la respiración. Se inclinó sobre mí y me dijo:

– ¿Tienes fuego?

La había visto un poco antes con un mechero en las manos, pero me cogió tan de improvisto que solo pude balbucear mientras buscaba por mis bolsillos sin encontrarlo:

– Pues..., yo...

Al fin lo encontré y pudo encender su cigarro. Fumaba pausadamente, con mucha sensualidad. Mientras, yo seguía observándola.

– ¿No sueles venir por aquí, verdad?

– No, es la primera vez que entro en esta cafetería.

– Yo vengo de vez en cuando y no te había visto nunca. Me llamo Elena, ¿y tú?

– Soy Roberto.

– ¿Me invitas a otro cóctel Roberto? – preguntó señalando su copa vacía.

Por supuesto, no me lo hice repetir dos veces. Llamé al camarero y éste nos sirvió otra ronda. No quería desaprovechar la oportunidad que me había ofrecido la providencia, así que le pregunté:

– ¿Eres de por aquí?

– Ahora sí.

Su respuesta me sorprendió. Debió darse cuenta, ya que continuó:

– He adoptado esta ciudad. Yo soy un espíritu libre, soy de aquí, allí, un poco de todas partes.
No sabía si se burlaba de mí, estaba trastornada o es que tenía esa filosofía de la vida.

– ¿Y tú, eres de aquí?

– Sí, por suerte o por desgracia, yo nunca me he movido de aquí.

– Eres un chico majo – dijo de pronto.

Me quedé mirándola, estaba muy bella. Parpadeó un par de veces y faltó muy poco para que me cayese del taburete. Ella se dio cuenta y soltó una risita cristalina.

– Deberíamos irnos de aquí, ¿no te parece?

– Si quieres.

Salimos del local. A pocos metros, nos subimos a uno de esos coches que pulsando un botón, el techo se escondía en el maletero y quedaba descapotado. Recorrimos muy pocas manzanas. Vivía cerca, en un edificio moderno de nueva construcción. Metió el automóvil al garaje y subimos por el ascensor.

Nada más entrar en su casa, se dio la vuelta y puso sus labios sobre los míos. Le respondí, devolviéndole su beso con avidez.

– Voy a cambiarme, sírvete una copa, tienes de todo en el bar.

Elena desapareció. Miré a mi alrededor y vi en una esquina del salón, una pequeña barra de bar. Fui hasta ella y me serví un güisqui con agua. Al poco, Elena volvió envuelta en un albornoz.

– Voy a ducharme – me dijo, y añadió con voz pícara –, puedes ayudarme si quieres.

Yo me quedé atónito, y no me atraganté porque tenía la boca vacía. La miré alejarse por el pasillo y entrar en la primera estancia a su derecha. Me tomé la copa de golpe y fui tras ella.

Elena estaba en la ducha, podía oír el agua y ver su imagen difuminada por el cristal. Me quité la ropa, corrí la mampara y me colé en la bañera. Si vestida era guapa, desnuda lo era aún más. Y si me había atraído en la cafetería, ahora me tenía hechizado del todo.

Al contacto con el agua, sus pezones se habían erguido y apuntaban derecho hacia mí. No podía despegar mi mirada de esa visión. Se acercó, puso sus brazos alrededor de mi cuello y me besó. Estuvimos así un rato, después me puse a besarla por el cuello hasta llegar a esos pezones. Jugué con ellos un tiempo, para después bajar hasta su pubis.

Recorrí toda su vulva con mi lengua, ella, a pesar del agua tibia, tuvo un escalofrío al sentir mi contacto. Después, se puso a soltar pequeños gritos. Mientras, yo jugaba con su clítoris, y hasta le introduje la lengua en la vagina. No aguantó mucho, en poco tiempo se corrió soltando un chorro caliente y abundante.
Tiró de mí para levantarme, me limpió con sus manos y volvió a besarme. Entonces, fue jugando con su lengua por mi torso, hasta quedar de rodillas. Jugó otro poco con mi miembro, y se lo introdujo poco a poco en la boca. Creí desfallecer. Estuvo acariciándome un tiempo, veía que quería que al igual que ella, me corriera. Pero me negué.

La cogí por las axilas e hice que se pusiera en pie. Le di la vuelta suavemente y la penetré por detrás. Esta vez, el grito fue algo más fuerte. Estaba muy excitada y se movió a buen ritmo. Enseguida, ambos explotamos. Se dio la vuelta y me dio un beso larguísimo.

– Creo que no me he equivocado contigo – me dijo.

Terminó de ducharse y dijo:

– Voy a prepararme, puedes terminar de ducharte tranquilamente. Cuando estés listo, entra en la habitación de la derecha.

Me sorprendieron un poco sus palabras. ¿Tendría alguna sorpresa más? Con una sonrisa en los labios, terminé de ducharme. Como no quería salir desnudo, y tampoco ponerme mis ropajes, me puse un albornoz blanco que encontré colgado de un perchero.

Entré en la habitación que me había dicho. Estaba en penumbra. Elena, estaba tumbada sobre la cama. Se había puesto un camisón blanco de tirantes, muy corto, y llevaba puestas, lo que me parecieron unas medias, también blancas. Con su dedo índice, me invitó a acercarme. Después, dio unas palmaditas en la cama, invitándome a tumbarme a su lado. Pero en vez de eso, me acerqué e hice que se sentara en el filo de la cama. Le abrí las piernas, no llevaba bragas. Me arrodillé entre ellas. Al contacto con mi lengua, se echó hacia atrás.

Le acaricié la vulva con fogosidad y pasión. Esta vez aguantó más, pero cuando llegó al momento crucial, puso una mano en mi frente, rechazándome y negando:

– ¡No!

No le hice caso, y a pesar de que me empujaba para que cesara mi caricia, se volvió a correr en mi boca.

– ¿Por qué no me has hecho caso?

– ¿He venido a darte placer? - pregunté.

– Sí...

– Pues, déjame hacer. Y ahora date la vuelta y ponte a cuatro patas - le dije a la vez que le quitaba el camisón y liberaba sus hermosos pechos.

Elena me miró indecisa, pero hizo lo que le pedí. Entonces, volví a pegar mi boca a su sexo. Soltaba sus pequeños gritos y movía su bello trasero. En un momento dado, le acaricié el orificio anal. No se lo esperaba y tuvo un leve sobresalto.

– No te muevas – le dije.

Me levanté, rodeé la cama, abrí el albornoz y le dije:

– Ven, tengo un regalo para ti.

Me miró, y vino hacia mí como si fuera una gatita en celo. Abrió la boca, sacó la lengua y se puso a lamerme el pene. Me volvió loco. Yo, intentaba pensar en algo triste para no correrme enseguida, pero lo conseguía a medias.

Vi que no aguantaría mucho más, así que saqué mi miembro e hice que nos tumbáramos en la cama de lado. Con la cabeza de uno entre las piernas del otro, nos pusimos a acariciarnos a la vez. Para poder aguantar más tiempo le daba todo el placer que podía, así se concentraba en gozar. Pero fue efímero. Al ver que la ola de placer venía, me moví rápidamente, tumbándome sobre ella. Entonces, despacio, la poseí.

Soltó de golpe todo el aire que tenía en sus pulmones y le entró un ataque de hipo. Me arrancó una sonrisa. Para quitárselo le tapé su boca con la mía. Nos dimos un beso muy largo. Le cogí las manos y entrelazamos los dedos sin despegar nuestros labios. Elena cruzó sus piernas sobre mis riñones y comencé a moverme lentamente.

Ahora no gritaba, oía su respiración entrecortada junto a mi oído. Eso me excitó aún más y aceleré el ritmo. Poco a poco, la cadencia fue subiendo hasta que llegamos al clímax. Me dejé caer sobre su pecho para recuperar el aliento. Así, sin movernos, estuvimos unos largos minutos. Entonces, cambié de posición y me tumbé a su lado. Elena se tumbó sobre mí y nos besamos.
De repente, se levantó y salió del dormitorio. Cinco minutos más tarde, volvía con una botella de vino blanco y dos copas.

– ¿Tomamos un poco de vino para refrescarnos?

– Sí, claro.

Sirvió el vino y se sentó a mi lado.

– Eres un gran amante, ¿te lo han dicho alguna vez?

– Con una mujer como tú, eso no tiene ningún mérito.

– ¡Qué gracioso eres! – soltó, al tiempo que dejaba oír esa risita suya –, cualquier hombre se hubiera vanagloriado.

No contesté, me fijé en que tenía la copa vacía. Se la quité, y la dejé al lado de la botella, sobre la mesilla de noche. Me levanté y forzándola ligeramente, invadí su boca con mi virilidad. No se hizo rogar y me acarició con ímpetu. Cuando vi que no aguantaba más, la puse en pie y ocupé su lugar. Entonces, la obligué a cabalgarme de espalda. No hay que decir, que para ella fue un gran placer.

Se movía con ganas, mientras, le acariciaba su abertura anal. Por los gritos que lanzaba, podía ver que le era placentero. Así que sin decir nada, la levanté y posé su ano suavemente sobre mi pene. Con mucha lentitud, fui entrando por el conducto anal. La penetré totalmente, a partir de ahí, la dejé que hiciera lo que quisiera.

Al principio se quedó quieta, indecisa, pero poco a poco fue moviéndose. Al principio, muy despacio, para acelerar después. Al final, terminó cabalgándome con un alegre frenesí. Volvimos a explotar y quedamos ambos inmóviles, el uno sobre el otro.

Cogí la botella de vino y serví las copas. Elena dio un trago bastante largo mientras me miraba de forma enigmática.

– ¿Te parece bonito lo que me has hecho?

– No me ha parecido que te quejases.

– Porque me ha gustado, aún así, te has aprovechado. Además, me estás dejando exhausta.

– No puedo creérmelo.

– Te aseguro que es verdad, me tiemblan las piernas.

– No será para tanto, una mujer como tú tiene que tener más aguante.

– Y lo tengo, pero estoy llegando al límite.

– Pues tendré que comprobarlo – dije al mismo tiempo que le quitaba la copa de la mano.

Me pegué a ella y la besé tiernamente. Los besos se sucedieron, así estuvimos largo rato. Entonces, me puse a acariciarla con las manos. Cada vez que rozaba su clítoris, ella respondía dando un pequeño respingo. Al final me sujetó la mano y dijo:

– Ten cuidado, lo tengo irritado.

– ¿Ah sí? – pregunté con tono irónico.

– Como si no lo supieras.

No contesté, sino que reemplacé mi mano por mi lengua. Sin parar de acariciarla, le quité las medias. Pero al igual que mis dedos, ésta también, aunque la hacía gozar, la hacía sufrir. Era una mezcla de dolor y placer. Yo estaba a tono, así que con pocos miramientos, le di la vuelta y la puse a cuatro patas. Me puse tras ella y asalté su intimidad. La cabalgué de una manera salvaje, ella no se quejó, sino que siguió mi ritmo.

Nos costó llegar al estallido de felicidad. Esta vez, Elena cayó rendida. Estuvimos un tiempo indeterminado, abrazados. Cuando vi que se había dormido, me fui al baño y me relajé bajo el agua. A continuación, recuperé mi ropa y me vestí. Regresé al dormitorio, me serví una copa de vino, estaba caliente, y me quedé un rato mirándola dormir. Parecía un ángel. Entonces, muy a mi pesar, me fui.

Volví a verla, incluso volvimos a hacer el amor, pero ya nunca fue como aquella primera vez. Pasados unos meses dejé de verla, después, supe que se había ido de la ciudad. Era un espíritu libre. Tuve un pequeño pellizco en el pecho. Y es que, Elena, había sido un soplo de vida.

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