Volare. Por Ana Guerberof

Volare

Volé por los aires. Esto sí que era el final porque no me imaginaba cómo después de tremendo vuelo iba a aterrizar sin matarme. Y no lo elaboré así tan clarito, sino que fueron una sucesión de ideas. Estoy volando. No puede ser. ¿Cómo se aterriza? ¡No puede acabar esto bien! ¿Cómo me está pasando esto? Pero si yo iba tranquilamente… Cuando caiga se me abre la cabeza y me mato. ¿Y si me rompo una pierna o un brazo? Mínimo te rompés una pierna y un brazo. Mínimo. Bueno, ya está hecho. Ya saliste volando y no podés hacer nada.

Y ahí sentí un ligero alivio, unos segundos de descanso en el vuelo libre porque la suerte estaba echada. No pensé en nadie. No repasé momentos inolvidables. Nada. Ni siquiera pensé que me podía quedar paralítica o tetrapléjica. Esos últimos segundos fueron un abandono completo del cuerpo y de la voluntad. Ni te imaginás el esfuerzo tan gran que es vivir, pensar en posibilidades. Cuando no hay nada que hacer, cuando no queda más que ser espectador de tu vida inmediata, se pierde un peso casi físico. Estás volando, sabés que no va acabar bien y no podés hacer nada.

Ya sabemos que la dicha es breve, así que de pronto el suelo se acercaba y también mi aterrizaje. Creo que ahí, de forma automática, puse las manos por delante para no abrirme la cara. Imagino que también quise proteger la cabeza. No sé dónde leí que siempre tenemos el acto reflejo de proteger la cabeza cuando nos caemos. Y mientras tanto pensaba: ¡Ay, Dios, ahora viene un golpe que me va a doler! Yo nunca me he roto nada. Esto va a ser un dolor insoportable. Me voy a romper todo. De nuevo, nada de repaso de la vida. Nada de luces ni de momentos de clarividencia. Ni una sola conclusión. Ni pensar en quedarme paralítica, tetrapléjica. Nada. Puro miedo al impacto.

VolareY aterricé. De lo primero que me di cuenta es de que estaba viva porque abrí los ojos. Se ve que los cerré antes de tocar el suelo. Hice una comprobación del cuerpo como si fuera un piloto de avión que comprueba el motor izquierdo, el derecho, las ruedas de aterrizaje. Seguro que me he roto algo. He caído sobre el lado izquierdo y me duele, seguro que está roto. El brazo, roto. No voy a mover nada. Y ahora sí que pensé lo que era más probable. ¿Y si no puedo mover las piernas? ¿Y si te quedaste paralítica? Bueno. Ya está hecho. Ya aterrizaste. Mejor me quedo acá y no hago nada porque no quiero saber que no volveré a caminar. Prefiero tener unos momentos de calma antes de saberlo. Antes de enfrentarme al peor momento de mi vida, voy a quedarme un rato acá disfrutando de que no me abrí la cabeza.

Entonces volvieron los sonidos. Distinguí voces y algunos gritos. Sí, gritos. Si hay gritos, debo de tener las piernas destrozadas. Me voy a quedar acá un rato más, un descanso. Sentí un dolor intenso en la rodilla y moví las piernas. No me había quedado paralítica. Decidí ver si podía pararme. Y lo hice. Sola. Estaba todavía muy mareada, pero pude caminar. Había mucha gente, se me acercaban, algunos me preguntaban si estaba todo bien. Les dije que creía que iba a desmayarme. Sentí como un vértigo. Dos personas me sujetaron y me sentaron en el borde de la vereda.

Y ahí vi que, justo enfrente, había un grupo que rodeaba a una mujer grande, una anciana, que no se movía, que tenía la cabeza cubierta de sangre, abierta, que el pie no estaba en el lugar en que iba un pie. Y a unos metros más allá, vi un bolso marrón y más allá, mi bicicleta en el medio de la calle. Abandonada, alejada de la multitud, como si nos mirara. La rueda de delante estaba abollada, ahuecada, y los rayos tenían un color rojo que antes tampoco estaba allí.

Ana Guerberof

Blog de la autora

*Este texto apareció por primera vez en el blog colaborativo La historia sin fin

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *