Ella, mujer de Marcos, campesino de Hita,
vuelca sobre su imagen de niña la desgracia
taciturna que apunta al cielo. Ella
sembrando, balbuciendo entre los dedos
razones por las que se acaba una tarea.
Acólitos de lo real, sus manos,
separando la tierra, hoyándola,
acariciando a cada impulso
el alabastro quejumbroso, y casi yermo,
donde ha de plantar la semilla,
su propia tristeza a punto de hallar
la superficie sazonada.
Y allí la hoja del verano entre terrones;
y allí el añil y el cardo y la costumbre
–azafrán sobre su vientre abultado –
y en suspensión el marasmo de vida
que se yergue sobre el surco.
Como no desbrozar lo estéril para siempre
y no desearse lejos del tacto de esa tierra.
Su juventud ardiendo al fulgor del verano,
ardiendo a partir del instante mismo
en que apostilla esa renuncia:
en la tierra la hebra carmesí,
la corola, el amargo pistilo de la duda.