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De pronto ves que al niño, sobre el labio
y bajo la mejilla,
las sombras del adulto lo hacen serio;
el joven se hace padre,
y a los que devoraban los caminos
les nace la madera entre los dedos.
La Tierra va llamando
a quienes sin permiso
te dieron leche y vida,
nombre odioso e insípido apellido.
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Los hijos te reprochan
no haber sido más recto ni más rico,
ni que tu raza fuera
inmune a los achaques y al reúma.
Y te ves entre nietos,
haciendo de felino
o de San Sebastián asaeteado.
Un seis delante de los años,
la tristeza
royendo las paredes de las venas,
las piernas oxidadas, la bronquitis,
la próstata engreída
y un riñón megalítico.
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Ostentan las coronas
el nombre de los tuyos
y una voz al oído te susurra
que no valió la pena.
Una mañana te levantas,
caminas hacia el sol -como los samuráis-,
y antes que la montaña
sea la hucha obediente
devolviéndole al cielo su moneda,
te pones firme
y diriges el plomo a la cabeza.