Los álamos se parecen a los hombres.
Brotan oscuros y rectilíneos,
inquietos, con ganas siempre de crecer
un poco más para alcanzar la cumbre.
Al igual que los humanos,
nacen sin quererlo,
sin haberlo pretendido.
Germinan sólo tras el mordisco
del agua y de la tierra.
Pocos terrenos hay
propicios para la alameda.
No atraviesan las raíces de este árbol
ni la piedra, ni la arena,
y solamente florecen sus seres
allí donde el agua y el sol
fluyen con abundancia.
Los álamos crecen en familias y en pueblos.
Sin saberlo, comparten su savia
en una raíz duradera
y sus ramas se tocan
para concebir retoños.
Mas también en esta especie
existen individuos díscolos y particulares
que nacen en solitario, lejos
de cualquier lugar habitable.
Son seres extraños,
fuertes y hermosos.
Germinaron, sin ellos quererlo,
en un páramo apartado
y pobre en alimento.
Ningún vecino les disputó
la luz y el agua.
Las absorbieron todas,
ensanchando su base
y multiplicando sus hojas
Tienen un perfil amorfo,
más poderoso y henchido
que el de los álamos normales.
Su silueta atemoriza e impresiona.
Es la de un gigante
cuyas ramas nunca cesan de crecer
buscando, simplemente buscando,
otras ramas con las que encontrarse.