Una a una rompí, ensañándome acaso,
las hojas ligeramente sepias de aquella finada fábula.
Ante mí quedaron trizas inanimadas,
como pétalos arrancados a una rosa marfileña:
Aquel beso morosamente delineado,
con el carmín de mis labios y el fuego de tu boca;
aquellas caricias fieramente fugitivas,
el deseo desarbolado, la ternura inquieta;
asoleadas tardes que se nos escapaban de la piel,
pese a nuestro afán de eternizarlas;
eternas noches extrañándonos;
auroras encandiladas,
días huecos de no encontrarnos o pletóricos,
en que el amor nos enlazaba con su seda.
Luego llegó el terrible epílogo y, de su mano,
el fragante olvido.
No hubo lágrimas durante la incruenta inmolación;
se habían agotado en la extraña travesía.
Una sonrisa demorada fue ese día mi compañera.