En la hora de la despedida se detuvo mi reloj,
sus agujas se negaron a envolver amorosamente
la esfera que a mi antebrazo se agarraba con ardor.
Era poco más de mediodía ante un sol abrasador
en aquella parada de tranvía llamada del adiós,
donde con tu natural alegría me deseaste lo mejor.
Fuera de mí subí a desgana en uno de sus vagones
hasta que, lentamente y desesperado, te perdí
en el poblado andén que se difuminaba en el horizonte.
Mi corazón aumentó su palpitar a medida que me alejaba
de lugar tan especial, entre pasajeros, edificios y tráfico
mientras el amor de mi vida otra ruta comenzar esperaba.
La desesperación en mi compañera de viaje se convirtió
hasta el punto de rebuscar entre mis bolsillos un objeto reparador
que me permitiera darle un te quiero a mi vida si aun no partió.
Con nervios y algún temblor, mis dedos marcaron las teclas
de un mensaje de amor que remitir urgente y destinado
a mi dulce receptor en manos del dios que lanza las flechas.
Después de tensa incertidumbre, mientras se perdía mi mirada
sonó, por fin, el timbre de la esperanza en mi manos entrelazadas
poniéndoseme un nudo de nervios en mi seca garganta.
El sms rezaba así: “Te daré la esperanza que me pides, además
de mi corazón, mi alma, mi cuerpo y toda mi confianza;
a cambio quiéreme como nadie lo ha hecho en mi vida jamás”.