– ¡ Me encanta! – Le dije entusiasmada a Mauro.
Treinta años juntos y aún podía sorprenderme. Contemplé el regalo, un sello que llevaba años buscando para aumentar mi colección, y sonriendo a nuestros hijos, le di el mío, un reloj grabado que al lado del sello parecía demasiado convencional.
Era feliz con ellos. Durante muchos años, las fiestas familiares las integrábamos Mauro y yo. Era una triste realidad, pero era así.
Nos habíamos conocido en una cafetería donde él trabajaba de camarero. Hasta ahí todo normal. El problema empezó cuando le planteé a mi familia que yo, recién separada del hombre más incomprensivo del mundo, me había enamorado de un muchacho diez años más joven procedente de una familia de escasos recursos, vamos, que rozaba los límites de la pobreza. A mis treinta años era libre de decidir lo que quería hacer con mi vida, y por suerte no había tenido hijos en mi matrimonio, así que decidí intentarlo con Mauro.
Mi boda fue extraña, una amalgama de sentimientos encontrados. Por un lado era feliz por casarme con Mauro, pero por el otro, un pesar invadía mi corazón. Nadie de mi familia acudió a la boda. Ni padres, ni hermanos, ni siquiera mi tía, que era soltera e iba de moderna para la época.
La ceremonia fue sencilla y luego comimos con la prima de Mauro y su marido, los únicos asistentes al evento.
Fuimos excluidos de su mundo y de sus vidas. Decían que me había buscado la desgracia con ese marido y que me dejaría por otra más joven. Nadie vino a las comuniones de mis hijos, ni recibían los regalos de cumpleaños de sus abuelos y tíos.
Recuerdo cuando fuimos a una parrilla para celebrar el día de la madre. Nada más llegar vimos que había unas mesas reservadas y apenas llevábamos diez minutos en el local cuando vi llegar a toda mi familia para pasar ese día con mi madre. A nosotros nadie nos invitaba nunca.
Los años fueron pasando y Mauro y mis hijos me han ayudado a llenar ese vacío. Él no me ha dejado ha dejado y mis hijos saben que pueden contar con nosotros. Ellos llenan mis días sin esperar nada a cambio, son mi auténtica familia y no juzgan mis decisiones. Por eso comprenden que no quiero la quimio. No hay esperanzas y prefiero que me recuerden llena de vida.
Landa
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