¿Por qué o para qué escribimos? Por Mar Solana

“En esta comarca no existen reyes, aficionados o vasallos de las letras; sólo la magia de los artesanos de la palabra que intentan comunicar”.

Hace unos treinta y nueve años aprendí a leer y a escribir. Creo que fue entonces cuando me encontré por primera vez, frente a frente, con un gran tesoro. Las letras, auspiciadas por las rayitas de mis recién estrenados cuadernos de caligrafía, se movían de mi mano al compás de una danza mágica. Les gustaba bailar en grupitos y así nacían muchas palabras que, ávidas, se buscaban unas a otras para enseñarme los vericuetos de fantasía de muchas historias. En aquella época descubrí los sentimientos cálidos de intimidad que provoca la literatura, de forma incondicional, como el abrazo de una madre el primer día de colegio o en tu primer desengaño amoroso. Devoré libros de cuentos y de aventuras y soñé, soñé muchísimo. La caligrafía era uno de mis juegos preferidos, podía estar horas en mi pupitre redondeando y puliendo, como un alfarero, aquellos tímidos trazos que se convertían en vasijas repletas de palabras, palabras que bailaban para mí todo lo que yo quisiera. Comprobé como yo también podía jugar con ellas y escribí mis primeros diarios, cambié el abrazo de una madre por la complicidad de un amigo invisible.

Siempre existen profundas razones para empezar a escribir; además del disfrute de jugar con las palabras para inventar cuentos, en mi caso fue una necesidad acuciante, como el café de la mañana que espabila las legañas o aquel pitillo que ata de nuevo el manojo desbocado de nervios y los templa, como las cuerdas de una guitarra. Un día intuí, como un amante exigente, que no me bastaba con las palabras cotidianas, con la conversación. Mis anhelos de comunicar precisaban de un tubo de escape mayor. Era una auténtica esponja, absorbía mucho más de lo que expulsaba, me empapaba del mundo y luego urgía escurrirme antes de echar más jabón, ¡no podía seguir con tanta agua encima! Y comprobé que de la misma forma que mi cuerpo necesitaba alimentos para nutrirse y sobrevivir, mi alma pedía palabras, historias, y el engarce de unas y otras, perlita a perlita.

He leído toda clase de opiniones sobre por qué uno escribe. Algunos lo hacen para espantar los miedos y curarse de la atrocidad de un mundo puntiagudo, en forma de lanza; otros, simplemente porque les gusta, les ayuda a ordenar sus pensamientos o les proporciona placer hacerlo y unos cuantos, para acercarse un poco a la gloria, que les quieran y les conozcan cuando van de compras. Supongo que para la gran mayoría será una mezcla de todas estas cosas. En cualquier caso, existe siempre un trasfondo afectivo de búsqueda de calor humano y reconocimiento. Escribir es, muchas veces, vomitar vivencias para expresar nuestras emociones más profundas. Escribir es un autobús que te lleva a la calle catarsis, con muchas paradas, pero directo. Milan Kundera decía que «La Novela es una meditación sobre la existencia vista a través de personajes imaginarios…».

Hay que ser muy valiente para reconocer que dentro de ti pululan millares de yoes que pugnan por salir a la superficie y a la espera de que el conductor del bus les dé el visto bueno. El camarero, una hormiga parlanchina, la prostituta, un adolescente rarito, el novio inseguro, un sacerdote, el ama de casa frustrada, una anciana sabia y cabezota, el poli, una hija decepcionada, un padre homosexual, la mujer maltratada, un psicópata, la bestia, un ángel, el pescador, la monja arrepentida, una asesina… y un larguísimo etcétera que vosotros mismos podéis completar como piezas de un puzle. Todos esos personajes nos pertenecen como proyectos latentes, como semillas de un limbo íntimo y profundo; sin embargo, en cuanto cobran vida en el papel se van desligando de tus entrañas, abandonan su condición de nasciturus y comienzan su propia vida de neonatos.

Por eso, también escribimos para provocar catarsis en otros. Todo se conforma en una cadena literaria: yo leo para experimentar mis propias catarsis al identificarme con tal o cual personaje, para evadirme de un ambiente hostil y además, para nutrir mi propio proceso de crearlas en otros; es decir, mi escritura. Yo escribo como un hecho terapéutico íntimo, para desahogarme y curarme de un mundo irritante, bastardo y rasposo e intentar que otros también se curen con mi propio trasfondo emocional. Yo me nutro y así puedo nutrir. Somos madres e hijos, de forma completa y alternativa, por eso la literatura es capaz de sanar tantas heridas y acunar tantas almas.

Recuerdo un mediodía, a la salida del cole, debía de tener unos ocho o nueve años. Iba al encuentro de mi madre totalmente enamorada y entusiasmada con la clase de lenguaje de la señorita Paqui. Cuando vi a mi madre, le dije muy seria: “Mamá, me gusta mucho el lenguaje y de mayor quiero hacer algo con él…”. Mi madre me sonrió y siguió con sus propias cavilaciones. Ya soy mayor –o eso me han dicho- y no me dedico a la literatura, ni vivo de ella, por eso no me considero escritora; sólo escribo o, al menos, eso intento. Tampoco estoy consagrada en las letras, estoy confabulada con ellas como una artesana del oficio; eso ya me parece un logro muy importante con el que además disfruto muchísimo. Y soy consciente de que leer y escribir es el tesoro más insondable que me ha regalado  la Vida.

Y tú… ¿por qué escribes?

Mar Solana
Blog de la autora

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6 comentarios

  1. Una manera muy sutil de expresar y de sentir la literatura.
    Te env

  2. Hola, Juli, F

  3. Hola Jos

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