La Señora de la Perrita. Por Manuel de Mágina


A Antonina y Paqui

Había un efecto extraño en la luz de Gardo. Lo había notado nada más salir por la mañana. Hacía que las cosas se vieran con una nitidez desacostumbrada, como si estuvieran muy limpias. Sabía, por la experiencia de los años, que las cosas no eran así. Gardo no era una ciudad más sucia o contaminada que las demás pero tampoco más limpia y, mucho menos, limpia hasta el extremo de que las cosas se vieran con aquella nitidez. Se sorprendió de ello nada más salir a la calle, en el gesto de soltar la puerta a sus espaldas con una mano y sujetar a Gina con la otra, al poner la primera mirada. El rojo del escaparate de enfrente era rojo. El verde de las plantas era verde, el gris del asfalto era gris, el azul del cielo era intensamente azul y el caqui de los semáforos, caqui. Se quedó pasmada un rato, mirando cómo la gente pasaba sin advertir el cambio, o, al menos, sin dar importancia al fenómeno, aunque a ellos mismos también se les viera de un modo diferente. Todas las personas bien vestidas, pulcras, radiantes. Les hubiera gritado que si no se daban cuenta, pero quién era ella para gritarles. Dejó a Gina en el suelo y la perrita echó a andar, su pelo del color de la leche, sus pasos cortos y rápidos; y ella, que sujetaba la anilla de su correa extensible, caminó detrás, mirando a su alrededor, con sorpresa y a la vez con suspicacia. No sabía a qué obedecía aquel cambio, sólo sabía que no le gustaba. Demasiada luz –hiriente-, y se caló las gafas de sol. Demasiada presencia, claridad, inmediatez de las cosas. Se preguntó por qué habría sucedido aquello, qué lo habría originado. ¿Era una circunstancia excepcional motivada por el cambio climático? Seguramente, no podía ser otra cosa. Cualquier rareza ha dejado de ser extraordinaria. Se han roto todos los ciclos. La naturaleza está loca; la hemos hecho enloquecer y es ahora imprevisible. Pero no por haberse dado una explicación se sintió más cómoda, sino todo lo contrario. La pureza de los colores, la nitidez de los contornos, la inquietaba; era excesiva. Esta visión nueva puede que fuera incluso agradable para todas esas personas con las que se iba cruzando, pero no para ella. Ella era… No…, no era nada. No era nada y le daban asco los colores. Por eso los había desechado hacia tiempo y sólo se vestía con aquel vestido negro. El mismo siempre. Lo lavaba y se lo volvía a poner una y otra vez. No. No le gustaba nada aquel cambio. Detestaba los cambios, lo imprevisto. Lo sentía como una premonición de que algo, desconocido y doloroso, estaba presto a suceder. Y le daba angustia pensarlo, ganas de vomitar. Si no hubiera sido por Gina, hubiera vuelto a su casa y se hubiera ahorrado el disgusto de andar esa mañana por la ciudad, con aquel cambio en el ambiente tan repentino y desagradable. Si no fuera porque ella, pobrecita, necesitaba esa medicación para contener su terrible enfermedad. Terrible. Tan terrible que sabe que esta mañana su dueña la lleva a proveerse del medicamento, y conoce el camino, y parece que va tras el rastro del fenobarbital como otros de su especie van tras el rastro de una presa. Su dueña no, su amiga, su amiga del alma. No solo su amiga, su hermana. Su hermana mayor. ¡Pobrecita, golpeada por la enfermedad! Cuando están a solas la perrita la mira con sus ojos melancólicos y le ladra con ternura. Tienen conversaciones largas en las que hablan de sí mismas, de sus preocupaciones. Gina está a menudo triste y encuentra consuelo en sus palabras, en su cariño.
Tuvo que dejarla en la puerta pero no la ató a ninguna barandilla, a ningún arbusto decorativo, ni se la confió a nadie. La dejó allí, en la acera, enroscada en sí misma. Quédate aquí, cariño, vuelvo enseguida. No te muevas. Subió las escaleras y atravesó el vestíbulo. Caminó a lo largo del pasillo hasta que llegó a la puerta en la que se leía Dr. Ramírez. No había pedido número. Llamó a la puerta. No contestó nadie. Pasó una sanitaria y se lo dijo. El Dr. Ramírez no ha pasado consulta hoy. No ha venido. Si necesita algo vaya a la consulta de la Dra. Vital. Es ella quién está atendiendo a sus pacientes. ¿Doctora Vital? ¿No está el doctor Ramírez? ¿Qué ha pasado hoy en el mundo? ¿Quién es esa doctora Vital? ¿Una mujer? ¿Y por qué se llama así? Eran demasiados cambios, demasiados imprevistos. Los contornos, los colores, y ahora esto. Se hubiera ido de allí deprisa. Si no fuera por Gina. Estaba angustiada pero lo iba a hacer por ella. Buscó la puerta en la que se leía Dra. Vital. Llamó. ¡Adelante! Y pasó con la cabeza gacha. Siéntese, por favor. Se levantó las gafas de sol, las apartó hacia un lado y permitió por un instante que la Dra. Vital la mirara a los ojos. Y aquella mirada abrió una pequeña grieta en su muro. Disculpe que haya venido sin pedir número. Sólo quiero unas recetas. Tengo una perrita epiléptica y necesito el medicamento para ella. El Dr. Ramírez me lo viene facilitando… Ya, entiendo. Y también un ansiolítico para mí, últimamente me encuentro peor de los nervios. Muy bien, de acuerdo. Y la Dra. Vital no añadió nada más. La volvió a mirar. Y la siguió mirando como nadie la había mirado en mucho tiempo: queriendo ver, penetrando dentro de ella. No como era habitual que la miraran las personas con las que convivía: cerrando los ojos a su interior. Aquella forma de mirar le recordó algo. Un amor perdido hacía mucho tiempo, un amor grande: el amor de sus padres. ¿Quién era aquel ser capaz de mirar así? ¿De dónde había venido? ¿Cómo era posible que la estuviera examinado de aquella manera? Y no pudo evitar que entrara hasta el fondo de su alma, y sentir como si hubiera entrado en ella una batidora; y batiera el lodo, la nube de esmog, que la contaminaba. Y que, de la amargura, estuviera a punto de echar por la boca todas sus vísceras. Y que los nervios se apoderaran de su cuerpo y le hicieran temblar. Cogió las gafas de sol. Sí, puedes ponértelas, por mí no hay inconveniente. Puedes contarme también lo que quieras, lo que te aflige. No me importaría contárselo, pero sólo si me promete que no saldrá de aquí. No saldrá. ¿Me lo asegura? Por supuesto que sí. Dudó unos segundos antes de dejar caer, por primera vez, ese pesadísimo plomo: mi marido me pega. Dos lágrimas comenzaron a desfilar por debajo de las gafas de sol. Y después otras, más deprisa. Y después muchas, una tras la otra, atropellándose unas a otras, formando un torrente, a medida que hablaba. Se arrepintió al instante de haberse abierto de aquel modo con una desconocida, pero ya no había remedio.
Cuando salió, las casas, las ventanas y sus puertas, eran cubos de color a punto de derramarse. Sus contornos como filos de navaja. El cielo aplastaría si acumulaba una gota más de azul. Su carne sangraba por cada poro el rojo más intenso que jamás pudo verse. Gina no estaba en su sitio y todo terminó por desatarse. La consciencia había roto su presa, y sus torrentes anegaban el asfalto. Pero todo aquel desajuste no era más que ella. Ella, vista dolorosamente por sí misma.

 

 Manuel de Mágina

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