IV. EL PALACIO CASTELLANO (2). Por Francisco Arsis Caerols

Mondello

IV. EL PALACIO CASTELLANO (2)

Gracias a Dios que el frac que había tomado prestado de mi querido amigo Vincent era más o menos de mi propia talla. No es que estuviese en muy buenas condiciones, pero para el caso pensaba que era más que suficiente. Me sorprendió ver reflejada mi propia figura en el espejo, con aquel porte tan distinguido en mi persona, y que jamás antes había podido contemplar. No podía sentirme menos satisfecho, y realmente estaba deseando que llegase de una vez el momento del inicio de aquella velada tan especial para mí.

Al traspasar el muro que rodeaba aquel inmenso palacio, la emoción que sentía era tan grande que me resultaba imposible alcanzar un mínimo de serenidad. Las manos me temblaban, y una sensación extraña pero placentera a la vez invadía mi cuerpo a cada paso, el cual iba aumentando conforme observaba que la fulgurante entrada se hallaba cada vez más cerca. Y aún no había dejado de tocar el timbre, provisto de un delicado y característico tintineo que endulzaba los oídos, cuando un anciano mayordomo vestido de etiqueta, de mirada altiva e imponente presencia, apareció ante mí preguntándome a quién tenía el honor y deber de anunciar.
– Acompáñeme, señor De Vidal – dijo, con voz grave, tras anunciarle mi nombre -. La anfitriona, mi señora, y el resto de invitados, le están esperando.
Únicamente un tímido gesto de aprobación con la cabeza fue todo lo que pude manifestar en aquél instante, y no era para menos. La ansiada velada no había hecho más que empezar…
El mayordomo me guiaba a través del amplio vestíbulo, y comenzando yo a observar tanta maravilla junta en apenas recorridos unos pocos metros, puse a trabajar mis cinco sentidos como nunca antes lo había hecho, para así poder recordar más tarde, justo en el momento de sentarme frente a mi diario, todo lo vivido, visto y experimentado sin perder ni un solo detalle.

Una chimenea labrada en piedra y ornada de blasones sostenía sobre sus hombros un admirable retablo cargado de siglos, tan antiguo que su sola presencia ya bastaba para mantener hipnotizado a cualquiera que penetrase en la estancia por vez primera, y aún puede que en sucesivas visitas, tal era el efecto que sin duda producía en mi persona. Y sólo después de haber logrado sustraerme al encanto que desprendía, pude alcanzar a fijarme en el resto de curiosidades que adornaban el vestíbulo. Columnas dóricas perfectamente pulimentadas, elegantes tapicerías, cuadros de Zuloaga aquí, del mismísimo Delacroix por allá, muebles de estilo renacentista… todo ello dando lugar a una composición genuina, a la altura de tan insigne palacio.

Justo en el lateral izquierdo, al lado de la atractiva chimenea, una escalera invitaba a subir a las dependencias superiores, resguardadas estas por una puerta lacrada a cal y canto. Sin embargo, abrirla fue, por parte del mayordomo, cuestión de segundos. Al traspasarla, la Sala Principal apareció en todo su esplendor, iluminada como estaba toda la estancia. Lo primero que hice fue fijarme en un curioso atril que había dispuesto en un extremo, custodiando lo que parecía ser parte de un texto antiguo repleto de estampas no menos arcaicas, y que me recordaban a los libros del medioevo, los cuáles ya había tenido ocasión de contemplar alguna que otra vez en la biblioteca de la Residencia de Estudiantes. Allí, a sus espaldas, se hallaba un enorme mueble-estantería repleto de libros, a cada cual más antiguo que el propio que reposaba en el vistoso atril. Hubiera pagado con gusto por entretenerme curioseando aquellos impactantes volúmenes, pero, por desgracia, el mayordomo no se detenía en su carrera por trasladarme hasta el salón donde, casi con total seguridad, Alexia Carvajal y el resto de los invitados estarían ya esperándome. Aún tuve ocasión de fijarme en el escudo heráldico que pendía de una de las paredes, finamente estampadas y bordadas, el cual imaginé que podría pertenecer al apellido Carvajal, así como el sólido tablero castellano que, y de esto no me cabía la menor duda, debía servir como plataforma para las típicas tertulias de invierno, auxiliado como estaba por un más que vasto e irresistible brasero. Pero el recorrido había finalizado ya, y el mayordomo, lanzando con aplomo el nombre de este humilde servidor, me invitó a entrar en el Salón Comedor justo después de haber levantado el aterciopelado cortinaje que de él me separaba.

Una vez más, se repetía el estilo anterior en cada uno de los rincones del salón. La orlada chimenea, las bordadas paredes, un pequeño y antiquísimo escritorio de madera, aunque eso sí, mezclado todo en esta ocasión con un gracioso toque neoclásico, que lo constituía el característico cuadro de Madrazo, las sillas de terciopelo azul y la señorial mesa dieciochesca. Pero apenas pude fijarme en nada más, pues al instante me salió al paso la propia Alexia Carvajal en todo su esplendor. Y puedo asegurar que, una vez más, logró sorprenderme con su belleza natural y la gracia de su vestimenta. Un precioso vestido de noche, de color azul pálido, hacía lucir la desnudez de sus delicados brazos, coronados por sendos brazaletes de zafiros, a modo de manguitos, que no formaban sino una combinación arrebatadora.
– Bienvenido, señor De Vidal – dijo, nada más verme. Por favor, pase, no se detenga en la puerta.
Puedo asegurar, y sin que por ello deba sentirme avergonzado, que mis manos temblaban al recoger la que ella me ofrecía, como nunca antes me había sucedido. Mientras la besaba, sintiendo la suavidad de su carne en mis propios labios, mirándola directamente a los ojos, deseaba que aquella escena jamás terminase. Ignoro el tiempo que pudo transcurrir, pero en verdad que a mí me pareció eterno. Sin embargo, aún así regresé por fin a la pura realidad, justo en el instante en que ella retiraba la mano y me decía:
– Señor De Vidal, es todo un placer tenerle aquí. Venga, le presentaré al resto de invitados. Estoy convencida de que quedará usted gratamente sorprendido.
Apenas podía articular palabra, y no era para menos. Tanto tiempo esperando aquel ansiado momento, y todo parecía venirse abajo por culpa de un ridículo temor que paralizaba mi cuerpo de los pies a la cabeza.
– Claro… como no… -farfullé.
– Vea usted, le presento a la condesa de Castilleja, una de mis mejores amistades.
– Un… un honor para mí, señora -balbucí de nuevo, mientras sentía crecer un desmesurado nerviosismo en mi persona.
-El honor es mío, señor De Vidal – respondió aquella elegantísima señora -. La señorita Carvajal me ha hablado muy bien de usted.
-Celebro que lo haya hecho. Es importante que se tenga buena opinión de uno, ¿no le parece, condesa? – dije, comenzando a reencontrar la serenidad que creía ya perdida, al saber que Alexia ya les había hablado sobre mí.
-Por supuesto, joven.
-Señor de Vidal – dijo de nuevo Alexia, interrumpiendo el inicio de la conversación -. Mire, este es el señor Mata, ilustre novelista que goza de enorme éxito en nuestro país. ¿Conoce usted la novela “Mas allá del amor y la muerte”?
-Pues… no tengo ese placer, pero habiéndola nombrado y conocido a su autor, sería un error no hacerlo.
-Le haré llegar un ejemplar, señor De Vidal. No olvide darme su dirección al término de la velada. Las amistades de la señorita Alexia… son también mis amistades.
-Gracias, señor Mata. Le prometo que leeré su novela de cabo a rabo.
Poco a poco, Alexia fue presentándome cada uno de los invitados, que sumaban la cifra de ocho comensales, hasta que llegó el momento de conocer al último de ellos, en esta ocasión otra mujer, la cual reconozco que estaba dotada de una belleza tan inmaculada como la de la propia anfitriona.
-Le presento a la señorita Piquer, Conchita Piquer. Y puedo asegurarle, señor De Vidal, que lleva el arte en las venas.
-¡Oh, no exageres, Alexia! – dijo aquella morena de sin par salero -. No le haga caso, señor. Lo dice siempre que tiene ocasión. Hay otras muchas artistas que sí llevan de verdad ese arte, como Argentinita o Pastora, por citar algunas.
-Crea usted que no -respondió nuestra anfitriona, mirándome tras fruncir el entrecejo -. Siempre dice lo mismo, pero lo cierto es que la culpa es de esta España nuestra, que no sabe ver más allá de sus narices. La señorita Piquer ha tenido que triunfar fuera, en Estados Unidos, para que aquí en nuestro país sea por fin reconocida. Dígame, ¿le suena esto de algo?

(Continuará)


© Francisco Arsis Caerols

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