Retrato de cuerpo entero y mirada lasciva. Por Mario Sanchez


Solo comenzó a desvestirse, es un acto que ha hecho toda su vida. Pastizales húmedos con manchas de patos en lagunas frías, en costras gruesas de un óleo agrisado. La finalidad esta vez, quizá sería terminar en la ducha o vestir ropa de cama, pero es demasiado temprano para ello. Bajo esa capa de algodones y de lanas, en capas de abrigo, suéter y camisa, hay un par de hombros grandes y su pecho tiene las marcas de los huesos que empujan hacia arriba una simétrica andanada de relieves. El barretín de la pieza de género que cubre sus senos y la bordada línea de los calzones fueron tirados de manera que se alejaran del cuerpo hasta que todo quedó al descubierto. La cajetilla plástica de imitación metálica fue acomodada en el ángulo que correspondía y dio tres rápidos pasos antes de que el disparador automático lanzara su vistazo. Grupos de árboles oscuros en el horizonte, quizás esa mancha más clara sea un camino, donde está claro, hay un hombre de espaldas caminando hacia la parte más oscura, pero la poca luz reinante en la escena alcanza a marcar su contorno. Y el olor de la aceite linaza y pintura aún permanecen. Al llegar a su puesto, el centro del escenario para una foto, abrió un poco las piernas y sonrió entregada a la perversidad de la trama que la contenía. Un retrato de cuerpo entero desnudo y mirada lasciva. Una y otra vez, volvió a repetir la escena, de espaldas, con los senos entre los brazos, tendida hacia todos los lados de sus piernas, la secuencia de automáticos que la cámara dio fueron veinte y para todos ellos, ella contó con tres segundos para retomar la forma de mostrar cuanta perversidad podía lograr en el rostro. De pié entrecerrando los ojos de su carne interior y de su envoltura exterior. Tendida sobre los huesos que permiten sujetar el aire y los latidos, mostró por donde se llega a sus paredes y sus labios dobles de beso oscuro. Se podría decir que jugó con su cabello púbico de manera muy violenta, lo que haría la foto borrosa en esa parte. Las líneas escritas y las aún en blanco de sus posturas abiertas. Quizás esa manchas más pequeñas en el pequeño cielo abierto que queda, sea una bandada de patos o palomas, quizás. De rodillas no para pedir ningún perdón, ni para acercarse a nada, solo de rodillas, armando un monumento para glorieta de plaza, donde podrían venir a beber los gorriones y hasta donde se pudiera venir a pedir deseos lanzando monedas en ella. De postal europea y cuellos de jirafa. Cangrejo morboso. Unas pelotas tibias o más aún, calientes por el sol. Así. Un retrato se confecciona poniéndose en posición de convencido, si este es de intenciones azules o de mantas para cubrir la ingle de crepúsculo y paisaje distante con horizonte oscuro, nubes más oscuras aún y las puntas en aristas de la luna vaginal. El marco de la tela es de un viejo dorado de nogal pareciera y la firma no se puede leer, pues las letras se integran a las sombras de los primeros planos. Más abajo de su cara, que ya es sabida con todas esas fotos que coleccionarían sus familiares, sin su consentimiento, cuando era niña, sin ese uniforme de ganso para ballet ni toga de gimnasia, están las quijadas del pecho y los senos maduros. Y luego las caderas y las piernas para concluir el retrato hasta el piso. Uno puede llegar a tener un calendario de sí mismo. O una colección de lapiceras a los que se le bajen las faldas de tinta. Una carpeta con saludos del himen. Paladar. Al conectarse a la pantalla de la televisión, la secuencia de posturas quedó programada en “repeating”. Mientras las fotos de sus paredes de carne se mostraban, ella muerde ahora la manzana de cera que queda, sentada en el borde de la cama, mira hacia la calle, hacia el tráfico y su paisaje plano y aburrido de techos de autos. Crepúsculo o nocturno debería llamarse, ya que hay muy poca luz en él y mucha, mucha sombra, que es extrañamente, luminosa igual.

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2 comentarios

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