FRANKY. Por María Dolores Almeyda

Miró a su alrededor sintiéndose absolutamente desorientado.

Había nacido de un estallido, de la unión del rayo y la tormenta. Se había producido un fragor que repercutió en las montañas haciéndolas temblar. Después sintió la vida en sus venas y lentamente comenzó a pensar. Concluyó que ya era un hombre, un ser humano. Tenía pensamientos y sentimientos de hombre, atributos de hombre, manos y mirada de hombre. Aunque estaba deformado y perdía el equilibrio por la descompensación de sus miembros y la repercusión de la gran tormenta que lastimaba con su furia todo lo vivo.

Ya estaba allí, no sabía cómo había llegado, de qué forma se unieron sus miembros agarrotados por la furia y el miedo, a quien pertenecía su pensamiento, a quien su corazón, de dónde extraería el sentimiento si quería amar. Pero todo lo que quería saber lo entendería después cuando fuese necesario. De momento su escasa inteligencia le mandó descansar y se tumbó bajo un puente protegiéndose de la lluvia; después se quedó dormido.

Al despertar miró a su alrededor y todo parecía diferente. Ya no llovía ni el paisaje se escondía tras la tétrica mirada de una tormenta llena de ráfagas violentas y gruñidos de loco. Ahora todo el campo parecía apacible y los verdes brillaban salpicados de gotas como perlas dejadas caer al descuido sobre las hojas. Aquél sería un bello lugar para quedarse, pensó Franky llevándose con trabajo una mano hacia arriba para rascarse una oreja. Tenía los miembros entumecidos y los sintió doloridos por el frío y la humedad. Buscó un claro entre las ramas por donde se colaban rayos del sol y sintió que todo su organismo entraba al servicio de la vida. Sonrió bonachón y se frotó las manos pensando una vez más que aquél sería un buen lugar para quedarse.

Poco a poco fue identificando sensaciones que se abrían paso en su cerebro y les buscó un nombre por el que conocerlas. Ahora sentía una especie de enfado en su interior, como un desasosiego que llamó hambre. Cerca de allí, otros seres parecidos a él se movían en actitudes desconocidas y se aproximó a ellos imitando sus movimientos, intentando hablar como ellos hacían. Pero no le entendieron. Unos le arrojaron piedras, otros corrieron y otros gritaban cosas que no entendía, pero estaban realmente furiosos. Una piedra le alcanzó en el pecho y localizó una palabra para llamar a aquello que sentía. Dolor. Dolor y rabia. Bien, se dijo cada vez más satisfecho, ya soy un hombre, ya me voy pareciendo a ellos.

Quería hacerse entender y siguió aproximándose, pero la actitud cada vez más violenta de sus semejantes lo mantuvo alejado. Los hombres se marcharon dando voces muy altas mientras él se acercaba a una casa que distinguió a lo lejos. Dos personas que lo vieron llegar corrieron y se encerraron en ella. Escuchó el correr de los cerrojos al mismo tiempo que un silbido punzante le rozó la frente. Se tocó con las manos descarnadas y sintió un líquido espeso y pegajoso corriendo por sus pómulos y ocultándose en su boca. Conoció el sabor de la sangre y el escozor de la herida. Pero siguió adelante. Quería ser un miembro de aquélla comunidad, pertenecer a sus vecinos, compartir su paz y tener un techo, conocer el amor.

Franky recordó que uno de sus primeros pensamientos había sido el reconocimiento del amor, saberse poseedor de la válvula que hacía fluir los sentimientos, y no se desalentó. Sabía que la poseía y únicamente necesitaba saber el modo de echarlo hacia fuera para que aquella gente desconocida pudiera conocer sus afectos. Y siguió adelante cada vez con más hambre, con aquél desaliento en el lugar en el que creía que residía la necesidad.

Y llegó a otro lugar en el que unos niños jugaban a ocultarse, y se escondió de ellos y aprendió el juego mientras les observaba. Permaneció oculto y cuando vio que un niño se quedaba solo y decía en voz alta una cantinela tapándose la cara con las manos, se acercó hasta él y le dijo “¡te pillé!” con una voz que por primera vez se escuchó a sí mismo y no supo reconocer como una voz humana.

El niño lo miró horrorizado, paralizado por el miedo y porque los brazos fuertes y desiguales del monstruo lo atenazaban. No podía gritar, pero Franky repetía “te pillé, te pillé”, mientras su enorme cuerpo se agitaba con una risa convulsa y desquiciada. Y allí, sobre los ojos del niño desorbitados por el miedo veía su figura, y un sentimiento que le era desconocido fue apoderándose de su inmenso corazón.

Soltó al niño, caminó hacia atrás dando tumbos haciendo vacilar su corpachón deformado. Con los ojos dilatados comprendió el espanto que causaba y temió sentir el miedo que a sí mismo le causarían los hombres. El día estaba hermoso y el sol se filtraba por las ramas de los árboles, pero él no quería claridad. Buscó la noche de una cueva y se ocultó de los hombres a los que antes había ofrecido su compañía.

Pensó que aquél no era un buen lugar para quedarse, que aquél lugar no le pertenecería nunca. Se dejó caer sobre la tierra fría de la cueva oscura y se quedó dormido. Muchos años después, alguien que descubrió la cueva cuando estuvo perdido en la montaña, encontró unos restos grotescos y unos harapos que nadie conocía.

Y cuenta una leyenda que desde entonces, cada vez que hay tormenta aparece una criatura corpulenta que atraviesa el lugar como una sombra, que mira a los niños y se aleja, y balbucea unas palabras que nadie comprende. Todos creen entender la palabra amor, pero nadie está seguro de lo que oye.


María Dolores Almeyda

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Un comentario

  1. No deja de ser ir

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