Matamorfosis. Por Rafael Criado García

Celebraron con jubilosa exitación la llegada del día estipulado. Nada en su entorno envidenciaba cambio alguno, ni llegado ni por venir, sólo un círculo rojo marcado en el calendario para que no cayese en el olvido. Santiago observa la imagen que el espejo del cuarto del baño le devuelve. Una estampa ojerosa, despeinada, de barba incipiente, el sueño aún marcado en el semblante, todavía en pijama. El aroma a café impregna la casa entera. Es su primera vez. La primera vez que ha puesto café y agua en la cafetera llevando a cabo un ritual, hasta ahora ajeno, asociado habitualmente a las labores matinales de Carmen, quien termina de arreglarse en el dormitorio, maldiciendo la torpeza inducida por las prisas, los nervios alentados por la incertidumbre que ocasiona lo novedoso, a lo que le aguarda a partir de ese día que ambos han elegido al azar. Bien podía haber sido otro el marcado con un círculo en el calendario pero eso carecía de importancia, lo realmente destacable es que el comienzo de la inversión de sus vidas ha empezado precisamente en ese instante.

Carmen aparece en la cocina vistiendo un elegante traje, que despierta la admiración del marido, el portafolio entorpeciendo su mano y sus movimientos, el rostro marcado por una leve sensación de inquietud, los gestos apresurados y torpes. Su mirada busca la compasiva mirada de Santiago, quien sonrie con tranquilizadora contemporización como tratando de transmitir que a él también le corroe internamente la incertidumbre. Debe ser lo acostumbrado en decisiones de tan magno calibre, algo abrumado por las tareas que le aguardan, lo impreciso de lo que llegará, sin albergar la certeza de poder acometerlas con la debida eficiencia.

El beso de despedida, es el mismo beso de todos los días. Pero él es quien está dentro de la casa y ella en el umbral. Él es quien permanece en la casa y ella la que se aleja hacia el ascensor para adentrarse en una maraña de coches, autobuses, tranvias, bocinas, las prisas de quienes han apurado los últimos minutos entre sábanas y ahora quieren ganarlo invitando a apartarse a los demás, de voces denunciando las impericias al volante ajenas, sin apercibir las propias.

Al fin el edificio del despacho. El garage. El ascensor. La oficina. Un gesto para acoplar la falda, la camisa, la chaquetilla. Unos buenos días que son dados. Unos buenos días que son devueltos. Carmen enfila el pasillo formado entre dos filas de mesas desde donde hombres y mujeres, los que serán sus nuevos compañeros, la observan con miradas que le atraviesan la espalda como afilados puñales, a pesar de que habían sido advertidos por Santiago con suficiente anticipo de que Carmen lo sustituiría. Pero son de esas cosas que por conocidas no se dan por hechas hasta que la realidad impone su veredicto final.

Sobre la mesa varios informes esperan una firma, una conformidad, que tendrá que salir de manos trémulas e indecisas. Carmen resopla una y otra vez. Habla consigo misma internamente. Es normal. Todo va bien. Todo saldrá bien. Ante cualquier duda no tiene más que llamar a Santiago.

Siente la felicidad que la ha ganado. Su vida, ahora, es otra vida.

Santiago, ante un desorden que es novedoso a sus ojos, por no haber reparado en las minudencias de la casa. En el rastro dejado por el desayuno, de vajillas y cubiertos esperando que alguien los recoja, lave, seque y guarde, pero allí no hay nadie, nadie vendrá; paños manchado por máculas de descuidos, ahora imperdonables, de restos de migajas de tostadas, mantequilla o mermelada desparramada sobre el mantel. Camas por hacer. Baños por limpiar. Salones y pasillos por barrer y aspirar. Ropa por lavar, por tender, por recoger del tendedero, por planchar. Compras por hacer. Comida por cocinar. Abrumado por la incertidumbre mira el teléfono, hilo conductor que ante cualquier duda le contactará con Carmen.

Siente la felicidad que lo ha ganado. Su vida, ahora, es otra vida.

Transcurre uno, dos, tres días. Pasa una, dos, tres semanas. Los miedos e incertidumbres se han desvanecidos. La rutina los hace versados en sus nuevas tareas. El teléfono apenas suena entre ellos. Se corrigen malos hábitos que transmutan en buenas costumbres. Se adquieren nuevos malos hábitos y nuevas buenas costumbres. Y la vida discurre gozosa de felicidad. Carmen ya no sufre las punzantes miradas de sus resignados compañeros de oficina. En Santiago se ha debilitado la abrumadora sensación ante el caos cotidiano, al que acomete con firme disposición.

Alguna noche retozan dichosos, henchidos de felicidad, satisfechos de sus nuevas vidas.

Una mañana cualquiera, Santiago, nota un punzante dolor en las tetillas. El espejo le muestra unos incipientes abultamientos de los senos sin la turgencia de una mujer hecha, pero con la suficiente carnosidad para llenarlo de congoja. Sus rasgos se han suavizados, afeminados. Su mentón adquiere la suavidad de un adolescente imberbe. Baja los pantalones del pijama y observa un pene menguado con estrépito. Toma conciencia de que ha adquirido ciertos hábitos impensables con anticipación. Corre hacia el teléfono. Se detiene. Ya vendrá Carmen e irán al médico. De seguro es algo pasajero.

Espera con impaciencia la llegada de su mujer. La tareas aguardando mejores momentos, etapas más propicias.

El sonido de la puerta le saca de su abstracción. Corre hacia ella. De repente sus pasos se paralizan, su carrera se interrumpen, sus prisas se detienen. Es evidente que Carmen se ha olvidado de afeitarse esa mañana.


Rafael Criado García

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