Allí se encuentra, oculto entre las bambalinas y las candilejas, aguardando pacientemente ser el destinatario exclusivo de unos aplausos de los que aún no es del todo merecedor; anhelando una atención sincera por parte de un público que aún desconoce el arte que desprende por todos los poros de su piel.
Allí permanece, oculto entre las luces de un camerino compartido; ensayando su número y su pauta a desarrollar sobre el escenario. Y mientras, él ahoga en silencios acentuados el enorme deseo por establecerse de manera perenne bajo las luces de colores de la tarima central del local.
Sabe que ha de luchar por conseguir su meta y conoce a la perfección lo que significa estar a la espera. Y mientras, él aprende de aquellos que le preceden al tiempo que escucha y comprende al público que se congrega para evadirse de sus propios contratiempos cotidianos.
Y él lo espera a través de un espejo roto que le devuelve una imagen que tarda en llegar: a medio maquillar, se ve envuelto en gasas y tules, pelucas y zapatos de tacón mientras escenifica un drama en forma de bolero que no es otro sino el de su propia existencia y que siente tan cercano como el de una segunda piel.
Pero él sigue esperando… hasta que siente los primeros aplausos tímidos que le arrebatan de su ensoñamiento evocador y que son capaces de hacerle sentir que su tiempo, tan deseado y soñado, acaba de llegar a la estación de su destino.
Un último vistazo a su espejo, y se lanza a ganarse un escenario que comienza a iluminarse para él, sus canciones… y su arte.
© Isidro R. Ayestarán, 2007
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