El teclado. Por Dorotea Fulde Benke

No hace mucho compré un nuevo ordenador de sobremesa, una superoferta incluyendo el hard, el soft, el monitor con sus altavoces, ratón y teclado.

Ay, el teclado: los primeros seis meses aguantó mi prosa prolífera, mis poesías recuperadas de archivos ‘históricos’ si se aplica el rasero informático que convierte todo con una antigüedad superior a dos años en un ‘érase una vez´. Sin queja plasmó mis interminables mails en letras y palabras bien escritas, colaboró conmigo en trabajos de traducción, permitió que le conectase una tableta gráfica aunque invalidara los paseos de ‘su’ ratón. En fin, tuvimos un romance fructífero, sostenido y lleno de comprensión mutua cuyo recuerdo todavía me llena de ternura.

Sin embargo, un día se estropeó el portátil de mi hijo, y con el desparpajo del retoño único que considera que la propiedad privada no existe, salvo que se trate de objetos pertenecientes a él mismo, el heredero de la familia se trasladó a mi sobremesa, se bajó sus imprescindibles programas de captación de vídeos y música, y se hizo con mi ordenador para contestar mails y pasar ratos considerables en el Messenger. Solo furtivamente, a altas horas de la madrugada o en momentos somnolientos más propios de una siesta, pude seguir acariciando las teclas que antes eran mías y solo mías. Durante un tiempo, todo fue bien dentro de ese orden. Se estableció un matrimonio à trois, un trío-triángulo de uso y disfrute, hasta que el ordenador acusó sobrecarga y se ralentizó a pesar de que el doctor Norton me asegurara que no estaba infectado, que no había yeguada de Troya y que había desfragmentado el disco duro una y otra vez. Claro que el amigo Norton es especialista y no reconoce síntomas caseros: no supo diagnosticar las secuelas del toque de un jovenzuelo, infinitamente más duro que el mío, que golpea las teclas sin piedad siguiendo un sistema sorprendentemente veloz de cuatro dedos a la caza de la letra furtiva. Siendo un chaval de corazón generoso, además compartía las migas de sus bocatas con las teclas, y sólo mantuvo a distancia colas y sprites porque temía el grito de guerra de su progenitora temerosa de encontrarse con un teclado bañado en refrescos azucarados.

Entre la ingrávida coreografía de mis manos entrenadas en años de mecanografiar textos propios y ajenos, y el arrítmico tamborileo de los dedos fuertes y varoniles de mi descendiente, el teclado poco a poco iba tomando partido. Mi suavidad ya no le satisfacía como antes y lo expresaba con toda claridad: simulaba no reconocer las teclas apretadas por mí. Cuando pasé a un segundo nivel de velocidad y apremio, su reacción fue más sofisticada: los miércoles y los viernes se saltaba las vocales, los demás días de la semana, las consonantes, salvo el domingo cuando imprimía con docilidad cualquier cosa menos las terminaciones en –os o –as, una postura políticamente correcta por afectar por igual a ambos géneros, pero no obstante, irritante y confusa.

Por aquellos días empecé una novela, largamente meditada por mí, consultada con íntimos y extraños, prácticamente ya formulada en mi cabeza, incluso corregida en algunos aspectos: iba a ser una novela relámpago, vista y no vista, escrita sin titubeos. El teclado, sin embargo, no consiguió entrar en el tema. Para empezar, cogió manía al nombre del protagonista – Mateo – y le puso una ‘a’ de regalo que se coló en todas las posiciones que le ofrecía ese corto e inofensivo nombre.

Escribí un resumen general y quise pasar a detallar el carácter de Mateao que era lo que tocaba en un primer lugar. El teclado, disconforme al máximo con mis explicaciones, se opuso a su manera, cambió a mayúsculas consiguiendo que me chillasen mis propias frases, me hizo escribir en color blanco, solo admitía cursiva a partir de las tres de la tarde, y finalmente se bloqueó entero y tuve que reiniciar para solucionar el problema. Apretando dientes y teclas, resalté ágilmente el párrafo en blanco y cambié a voluntad al color azul. No reconocí el texto que apareció, pero aún así me impresionaron las letras asiáticas que el teclado utiliza desde entonces sin que nadie –ni los superdotados de la tienda de ordenadores– hayan podido modificar o corregirlo.

Me acabo de comprar un portátil para mí solita, pero mi hijo ya me ha anunciado que me lo cambiará por el suyo cuando esté reparado, porque considera que ese último modelo estará con él en mejores manos, ya que últimamente parece que tengo más problemas que antes con la informática…

Dorotea Fulde Benke
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