Lo mataron, sin siquiera arrugarse, les importó un reverendo cuesco y lo asesinaron. Se metieron por la cueva el montón de años que los cobijó, los abrigó, los protegió, los acunó incluso…
Fue, por casi un siglo, el mudo testigo de romances, rupturas, concepciones, largas y terribles confesiones, juegos infantiles y otros no tanto.
Abogó por las pequeñas, defendió a los perritos, salvó miles de gatos.
Con orgullo, veía cómo, generación tras generación, se le acercaban y le contaban sus cosas, era el soporte, el hombro, el único amigo, el más amigo.
Sólo él sabía escuchar.
Acogió a cuanta cosa viva quisiera llegar a él.
Y ahí yace, inerte, imposibilitado.
¿Quién tiene la propiedad de la vida?
¿Quién decide quién muere y quién sigue vivo?
¿Quién dice que él no tiene alma?
¿Qué carajo se han creído?
Y ahora están felices, los asesinos, los mutiladores.
¡Ojalá sean castrados de la misma manera!
Ahora, sin él, injustamente muerto, podrán construir un gran estacionamiento.
Se lo llevarán, seguramente a convertir en sillas, mesas, muebles, el esquinero que la vieja cuica quería hace tanto tiempo, la mesita de centro pa’ la hueca de la nuera, una lámpara «diferente» para el Benja…
Pobre, mi viejo, muerto y todo y seguirás siendo parte…
Yo sólo quiero una astillita, ésta, para cuando tenga pena, clavármela y saber que igual estás.
Marita
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Me parece una bonita historia de amor a la naturaleza. Como est
Gracias por tu comentario, Mortimer Blue. Eres muy amable y parece que compatimos el amor por los injustamente ca