La cigüeña decide. Por Mercedes Martín Alfaya

Cuando yo era pequeña, pensaba que, esto de nacer en un sitio o en otro tenía mucho que ver con lo espabilada o perezosa que fuera la cigüeña y las inclemencias del tiempo. Si el día era luminoso, ella, la cigüeña, volaría contenta y distinguiría perfectamente aquellos hogares mulliditos donde dejar un niño. Pero, claro, si hacía frío, llovía o nevaba, pues lo soltaría en cualquier parte para quitarse de en medio cuanto antes (las cigüeñas también se escaquean en su trabajo). Así es que, aterrizar en un lugar apropiado y crecer en buenas manos sería cuestión de suerte. Recuerdo que una tarde, la directora del colegio entró en clase y le dijo a la seño que me dejara salir, que mi tía me esperaba en la puerta para llevarme a conocer a mi hermano que acababa de nacer. Yo estaba muy nerviosa; quería saber enseguida si era guapo y si yo le gustaba. Antes de ir a casa, mi tía pasó por una tienda de ultramarinos y compró un bote de melocotón en almíbar, café para moler y carne de membrillo. Así, supe que si las cigüeñas se portaban bien y no se equivocaban en los pedidos había que celebrarlo. Mi hermano era muy feo y estaba todo rojo, pero yo le di muchos besos y mamá me dejó que lo tuviera un poquito en los brazos. Luego, me salí al patio y miré al cielo para ver si la cigüeña andaba por allí. Quería darle las gracias por haber cumplido tan bien con su trabajo y no dejar a mi hermano en cualquier sitio, donde hubiera muerto de frío, de hambre o por falta de cuidados.

Texto y foto: Mercedes Martín Alfaya
Blog de la autora.

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