Empecé temprano a caminar hoy, elegí una zona del parque semisalvaje, llena de arbustos ahora en plena decadenca invernal: margaritas de largos tallos leñosos, romero en tonos marrones, algo en manojos apretados que podría ser lavanda, pero también cualquier otra cosa.
Echo en falta el algarrobo de imagen ancestral en medio del huerto de mi infancia, el tacto rugoso de las algarrobas, ásperas y duras en el paladar, como un presagio temprano.
Hay más gente de la que esperaba en ese camino absurdo por un paseo a ninguna parte; la mayoría van solos, como yo, sólo veo a dos grupos de dos, uno de los cuales hasta lleva perro incluido en el
tandem, los demás vamos solos. Unos me adelantan y con otros me cruzo, algunos corren sudando y otros andan, como yo, pero todos van más rápidos, como si tuvieran un fin definido del que carezco.
Paso cerca de muchos, pero los veinte centímetros escasos que nos separan en el instante del cruce o del sobrepasarme, son equivalentes a un vacío sideral absoluto.
Pienso tontamente que las estrellas deben sentirse más o menos así de aisladas y de mutuamente lejanas.
Soledad