Su piel es tibia, sus ojos verdes, poseedores de una cristalina intensidad. Los rizos largos de su cabello encierran oscuridad y brillo. Belinda. De madre caribeña y padre irlandés, nació en Nassau, ciudad de casas blancas y amplios jardines. Sus piernas sobre el escenario, largas como tardes frente a una puesta de sol, se mueven a un ritmo tan parsimonioso como seductor, sexual. Recuerdo la elegancia de sus vestidos, delgados y aéreos como sus manos. Recuerdo su voz, sus magníficas interpretaciones de cantantes tan dispares como Carmen McRae, Dinah Washington o Sarah Vaughan que electrizaron los locales de la vía Brera, en Milán, allá por los 80. Me enamoré de todo lo que uno se puede enamorar de una mujer, es decir, me enamoré también de sus objetos, de aquello que la tocaba, aquello que se alimentaba de su perfume. Me propuse conquistarla con compases y acentos que ella no llegó a notar -eso pensé-, mientras mi guitarra seguía su voz como sus faldas el movimiento de las torneadas caderas.
Fue nuestra última noche en Italia. Salimos de copas. Los músicos rendimos culto a la bebida y esa noche que me acompañaba mi infiel amigo, el diablo, fui sacerdote, chamán. Belinda tenía a sus pies a todos, a mí no me tenía ni en cuenta. Le pedí bailar una canción de Jazzmatazz que estaba de moda. Aceptó. La voz gruesa y francesa del cantante, la oscuridad del pub, abrieron un resquicio por donde me colé. Nos besamos. Continuamos el baile, apoyé las manos sobre sus caderas y ella me dejó volar sobre Pegaso. Cuando regresé a tierra extrañé las nubes y no supe dónde me hallaba. Pronto me daría cuenta. Llegamos a su hotel, habíamos hablado poco antes de aquella noche, ella era la artista, yo un guitarrista del grupo que la acompañaba en esas presentaciones, no había mucho más que decir; el repertorio lo teníamos aprendido y las noches de Milán nos aplaudieron con entusiasmo.
Su hotel era mucho mejor que el nuestro, en la habitación había una cama enorme, el mini bar tenía poco de mini y bastante de bar, dos sofás miraban una gran ventana cubierta por una pesada cortina. No sabía lo que valían sus ojos hasta esa noche, sin embargo, su cuerpo era como lo había imaginado, blanco, voluptuoso, interminable. Sus manos me guiaban, su boca me detenía, era briosa como un pianista ciego y dulce como una sonata de Mozart.
Me dejó hacerle el amor, pero luego ella tomó las riendas y a partir de ese momento ya no me dejó hacer, nunca tuve la sensación de estar con alguien que ganase tanto de mí, conmigo. No había lugar inútil para ella, todo era instrumento para mantener la excitación, para proyectarla. Cámara a mano grabó nuestros cuerpos, acercó el objetivo a lugares insólitos, paseó por mi piel, por nuestras gotas de sudor, por la habitación que se había impregnado del color de sus ojos.
Nunca más volvimos a estar juntos. Sé que vive en Detroit y canta esporádicamente. También que se ha casado. Imagino sus ojos medievales detrás de una gran ventana, afuera llueve y ella fuma un cigarrillo, su marido se pregunta por qué habla tan poco, pero Belinda sabe algo que…
Javier revolo
Sydney, Australia
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