La escalera de caracol. Por Rafael Borrás Aviñó

Saltaba de la cama una vez comprobado que mis padres roncaban y a mi hermano no lo despertaría ni un trueno bajo el colchón. Descalza, para evitar ser descubierta, y en pijama, recorría el pasillo de casa hasta la escalera de caracol. Las plantas de los pies pisaban la madera tibia, y el hormigueo que me trepaba por tobillos y muslos se contraía en un remolino inquietante a la altura de las ingles. Bajo la más absoluta oscuridad Juancho, apenas me deslizaba junto a él, tardaba muy poco en activar mis hormonas y poner en jaque mi cuerpo entero.

Mis padres colocaron una vistosa escalera de caracol tallada en madera de cerezo y barandilla con filigranas de forja negra para conectar las dos plantas; la de abajo con la farmacia de mi madre y la de arriba con la vivienda. También eran unos adelantados a su tiempo e instalaron un innovador sistema calefactor: la temperatura del agua que ambientaba la casa por unas tuberías bajo el suelo enmaderado se elevaba al paso de las mismas por la chimenea del salón.

Pero sólo eran modernos en asuntos energéticos. Cuando mi novio madrileño venía a verme, a falta de habitación tenía que dormir en un catre bajo la espiral de la citada escalera. Ni en sueños iban a permitir el mínimo roce entre los dos que escapara a su censura. A Juancho esa actitud no le preocupaba. Y a mí menos. Éramos dos críos, ahora lo veo así, y el peligro a ser descubiertos añadía un grado más de fogosidad a la pasión, ya de por sí incendiaria, de nuestros encuentros sexuales bajo la escalera.

Un tres de enero, y con la excusa de traernos los regalos de Navidad, Juancho apareció para pasar juntos la semana de Reyes. Y juntos la pasamos, enamorados y felices. Todavía más felices durante las noches. La del sábado iba a ser la última. Después de cenar nos dimos unas castas buenas noches en el salón y fuimos cada cual a su cama. La familia al completo habíamos disfrutado del día en la playa. Por la tarde, y mientras hubo sol, jugamos a la pelota con mi hermano y sus amigos, y luego Juancho y yo paseamos amartelados por la orilla. Me excitaba sobremanera que susurrara en mi oído el guión que tenía preparado para el catre. Como anticipo, antes de volver nos besamos entre las rocas de la escollera hasta que se nos puso la boca como un pimiento morrón.

La playa me agota, y en cuanto me arrebujé bajo las mantas me dormí sin desearlo. Cuando volví a abrir los ojos el despertador marcaba las tres y media. Me sobresalté. Debía darme prisa. Asomé la cabeza al pasillo. Ronquidos por aquí. Silencio por allá. Fui sigilosamente hasta la escalera y bajé en busca de un fin de fiesta por todo lo alto  con Juancho.

Más silencio y sombras. Dentro ya de la cama, me restregué por su espalda como una gata y, pasando mi brazo alrededor de su cintura, comencé a acariciarle por dentro del slip  y él enseguida a ronronear complacido. Cuando hube conseguido la consistencia suficiente, sin decir una palabra me giró con suavidad hasta colocarme boca abajo, con la mejilla hundida en la almohada. Cerré los ojos. Me recorrió arriba y abajo muslos y columna vertebral con las yemas de unos dedos diestros, con lentitud y mimo, como si fuera a ocuparle el resto de la noche. A punto de reventar yo, me penetró apoyándose sobre mis glúteos y espalda hasta alcanzar ambos al unísono un orgasmo fulminante. No recordaba si se atenía al guión que me había anticipado en la playa, pero sí recuerdo ahora que aquél fue, sin duda, uno de los mejores polvos de mi vida. Nos quedamos inmóviles un buen rato. Me acariciaba cuello y pelo con ternura y yo me sentía completamente saciada. Cuando noté que se había dormido, decidí regresar a mi dormitorio. Con sumo cuidado, anduve tanteando hasta encontrar el pasamanos de la escalera y llegué sin novedad. Fue dejar caer la cabeza en la almohada y quedarme traspuesta, agotada por las emociones y el soberano revolcón.

Cuando fui a la cocina a desayunar, sobre las doce, no había nadie. Supuse que mis padres lo habrían hecho a primera hora y estarían dando su habitual paseo dominical. Vino mi hermano en pijama y se sentó con su avío de café y tostadas. Cuando casi estábamos acabando, entró, vestido de calle y con gesto muy risueño, Max, uno de los amigos futboleros de mi hermano.

—¡Buenos días, gente!

­—Hola, Max.

Debió reparar en mi cara de extrañeza porque le salió espontáneamente una explicación de que apareciera en domingo y a esas horas.

—Esto… Cuando volvimos de la playa nos enredamos con los comics de tu hermano. Fíjate si se hizo tarde que acabamos por decidir que me quedara a dormir aquí. Tu madre fue la primera en animarme; llamamos a mi casa y listo.

Me quedé muda. Se me encendió una alarma.

—Listo, ya… Y, ¿dónde has dormido? —pregunté.

Max tragó saliva antes de contestar.

—En la cama plegable, bajo la escalera. No había otra…

Enrojecí hasta la coleta. No sé si de estupor o de vergüenza. Me salió un pito de voz desafinada cuando me encaré con mi hermano.

—¡Eh, tú! ¿Y Juancho? ¿Dónde está? ¿Es que ha huido?

—Ah, sí, sí…, Juancho… Anoche llamaron sus padres. Debían salir de viaje hoy domingo a primera hora por no se qué de un tío moribundo y Juancho tuvo que volver enseguida a Madrid para ocuparse de sus hermanas. Me pidió que te despertara para despedirse, pero cuando coges bien el sueño eres una auténtica marmota. Lo intenté; estabas tan sobada que le convencí de que era más práctico que saliera pitando cuanto antes y que telefoneara hoy para explicarte el asunto. Lo siento mogollón…; digo yo que tampoco es para tanto, tortolita, total, por un día que no lo vieras no pasa nada, ¿no?

Encima parecía divertido. Encima… Miró a su querido amiguete de fútbol.

—¡Fue una suerte!, ¿verdad? Así Max tuvo un sitio cómodo para dormir. ¡Perfecto!

Mientras hablaba mi hermano, Max buscaba una taza en la alacena como quien hurga en una pirámide. No se atrevía a mirarme a la cara. Efectivamente, chica, me dije, según opinión generalizada parece que las cosas han salido redondas para todo el mundo; tal vez excepto para el tío agonizante. 

Después de bastantes años sin saber nada de él, por razones profesionales que no vienen al caso, esta semana he necesitado localizar por teléfono a Max. Tras suministrarme muy amable la información que me interesaba, abordó un territorio en el que no me apetecía lo más mínimo entrar, pero que ya a mi edad me pareció una chiquillería eludir. Anduvo, más o menos, por estos derroteros:

—No sé si te acuerdas de aquella noche que tú y yo…, que…

—Me acuerdo, Max.

—Me alegro de que te acuerdes.

—Continúa.

Y continuó. Un monólogo de casi media hora. Me juró muy solemne que, aunque por su corazón y su cama habían pasado un largo catálogo de novias, dos esposas y alguna amante esporádica, ninguna se había siquiera aproximado al patrón sobresaliente de mujer que yo signifiqué para él. Creo que hasta se le escapó algún puchero.

Me despedí de Max con muchos cariños y otros paños calientes.

Los hombres, cuando se lo proponen, no aprueban una reválida ni copiando.


Rafael Borrás Aviñó
Colaborador de Canal Literatura en la sección « Desde mi sillín»

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7 comentarios

  1. Estupendo colaborador y estupendo relato. El final recuerda, s

  2. Mismo autor, efectivamente. Tu «El abanico» de este a

  3. La historia de un equ

  4. Dolores Moya G

    No s

  5. Dolores, yo creo que si se desvelaran identidades aflorar

  6. Dolores Moya G

    Rafael, tienes raz

  7. Pues ni idea, Dolores (J. en S.), pero, aunque no te identifique, agradecer

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