Haz de luces en las manos
sin que se parezcan a la sílaba terminal de la palabra
ni al negro cóndor de las sombras;
manos pintadas por la música
que son el fulgor de las estrellas;
manos sedientas del mañana
en la fruta mordida o picoteada;
manos que vienen del carbón
forjando pesca, lluvia, el talismán dorado,
la sacristía de las alas;
manos de los vientos negros y azules
que indagan a la altura, a los centinelas de la noche,
a la espuma en el rocío.
He ahí, obreras continentales y amarradas a las ceibas,
o atadas por los dedos al arroz y a los enjambres,
o rajando con las uñas el espesor de las campanas,
o pintándose de ocre y alba la estirpe que señalan:
cada palma es un vendaval de hechicería,
la magia iridiscente que percibe
el sí del hortelano o el sí del carpintero;
cada roce desata el gemido de las danzas
que metrallan al cielo con la destreza de un joyero.
Poros que hablan con el jilguero
el idioma de su tacto
y se cuelgan del pan o la desnuda noche
para sentir su carne, que es blancura y es guitarra.
Dedos que se inscriben a la fatiga del deseo,
a la partitura de un secreto,
porque en él encuentran
el amasijo y la frescura,
la pureza que hay en el bruñir del alma.
Uñas que son la dureza y blandura del bordado,
los tréboles de cuatro ya pintados,
la jardinería del ruiseñor y de su amada.
Manos del pétalo y el lenguaje
que arrebatan suavidad y entereza,
y que son las manos que crean el aroma,
que expanden las espigas,
que precipitan a la aventura al pescador y los herreros,
y a los martillos dan la fuerza y su potencia.
Trabajadoras de la madera y de los hierros
acuarteladas en los pinceles y la energía:
manos del sol pulido en la arboleda.
Sin otro tacto, sin nada a cambio,
desde mis propias manos,
salgo de mí hacia las hojas, hacia las lilas,
tocando, palpando, sintiéndome otro yo,
otro yomismo: sólo mis manos,
manos desde mis manos;
desde el contacto, en el asombro,
para sentir lo que me envuelve,
para vivir lo que es la arena,
redescubriéndome al contacto de lo simple,
de la sencillez más pajarera;
tocando las semillas, los besos,
al pastor siempre en vigía,
al piano que acecha a la nota
y precipita el acorde al tocarle,
a los sí de las estrellas
que comparten el mismo tacto de mis manos,
a cada conjunción y apretón de manos
que son de mi alma sus besos y palabras.
Nada expresa el silencio sin las manos.
Nada acota el vuelo sin los dedos.
Desde mi canto,
sólo mi alma marcó su rumbo,
y en ese vuelo, de mar y pecho,
extendí mi mano para tocar con cada dedo,
con cada poro y cada vello,
el silbido amigo
y, en el regocijo de los tactos,
reconocer su corazón benigno,
para aprender, desde su mano, el amor, los besos
y el palpitar de su latido.
Salvador Pliego
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