Alegría artificial. Por Agustín Azcona Hernández

I

Susana y Andrés viven con sus dos hijos en un pequeño departamento de la Unidad Habitacional Santa Fé, al poniente de la ciudad de México. Susana se embarazó cuando tenía diecisiete años, por lo que Andrés, de dieciocho, tuvo que dejar sus estudios de ingeniería para ingresar a un taller mecánico, en donde recibe el salario mínimo. Al principio pensó que podría trabajar y estudiar al mismo tiempo, de hecho así lo hizo por varios meses. Después dejó definitivamente sus estudios, convencido de que no podía combinar las desveladas y enfermedades de su hijo con su carrera. La llegada de su hijo menor terminó por sepultar el sueño de ser algún día un exitoso profesionista.

El departamento en donde viven es propiedad de los abuelos de Susana, y forma parte de una enorme unidad habitacional, inaugurada a finales de los 50’s, antes de que la crisis económica arreciera. En aquel momento fue presentada como el nuevo modelo de convivencia y contaba con varias escuelas, grandes jardines, canchas deportivas, una clínica de salud, un centro comercial, un teatro, etc. Con el paso del tiempo y la falta de mantenimiento, el lugar se fue convirtiendo en una enorme construcción despersonalizada y con problemas de narcomenudeo.

Susana y Andrés se casaron muy enamorados. Después, con la llegada de su segundo hijo, las cosas empezaron a cambiar. Todo se fue convirtiendo en una rutina. La falta de dinero, los apuros económicos, fueron liquidando la relación de pareja. Actualmente, aparte de laborar en el taller mecánico, Andrés trabaja los fines de semana de mesero; se ha refugiado en el alcohol y constantemente duerme fuera de casa. Sus compañeros de trabajo han descubierto que después de varias copas Andrés se convierte en un borracho impertinente y agresivo.

Los hijos de Susana y Andrés no conocen el mar, sólo lo han visto en la televisión, así que cuando se enteraron de que se inaugurarían las playas artificiales, entusiasmados, pidieron que los llevaran a pasar sus vacaciones de Semana Santa en el “mar de la Ciudad de México”. Al escuchar esto Susana guardó silencio y desvió la mirada hacia la ventana, recordando que no contaba con dinero suficiente ni para llevarlos a un balneario.

II

Una mañana previa a la Semana Santa, mientras enjabonada los trastes del desayuno, Susana detuvo la mirada en la humedad de las paredes, la fuga de agua en la tubería del baño y las marcas de los constantes corto circuitos provocados por la mala calidad de los materiales usados en la instalación eléctrica del departamento. En la televisión informaban que cerca de 30 mil niños y niñas mexicanos cooperan con grupos criminales y que los niños en edad escolar están en riesgo, ante el desempleo futuro, de terminar trabajando como sicarios para algún cártel de la droga. En ese instante, Susana decidió que cumpliría el deseo de sus pequeños de conocer las playas artificiales.

Lo comentó con Andrés, quien sin entusiasmo le contestó que haría lo que ella quisiera.

Susana hizo los preparativos desde el jueves. Tendría que llegar sola con sus hijos porque Andrés por “motivos de trabajo” la alcanzaría mas tarde. Además, debería enfrentar sola el traslado de los niños a la playa más cercana. Y es que por cuestiones políticas, en su delegación (que es de otro partido político) no instalaron playas artificiales: para llegar a la más cercana tendría que tomar dos autobuses para estar lo más temprano posible y alcanzar un buen lugar.

III

A las dos de la tarde, en la Playa artificial de Azcapotzalco, Susana no soporta el calor. Las cuatro albercas son cloradas tres veces al día para mantenerlas de regular calidad. El agua a estas alturas toma un color verdoso. Las autoridades han traído arena y palmeras de Acapulco y hay un grupo musical contratado para amenizar: tocan las canciones de los gruperos de moda. Fue enviado por el sindicato de músicos y a la menor oportunidad agradece a través de los micrófonos a las autoridades que se preocupan por el bienestar de sus habitantes. Algunas parejas empiezan a bailar. A un lado, en un improvisado arenero, dos delgadas edecanes promocionan artículos para cuidar la piel de los rayos ultravioletas. Hacen concursos y regalan pequeños obsequios. Susana vigila de cerca, ya en la alberca, a su hijo Erik quien con su traje de baño y goggles se zambulle en medio de niños y adolescentes. A pesar de que está prohibido entrar al agua sin traje de baño, algunos pequeños ingresan con ropa interior, que una vez mojada se les cuelga y deja ver sus nalgas y miembros encogidos. La organización corre a cargo de malhumorados empleados de gobierno que fueron obligaron a asistir con la amenaza de no renovar sus contratos. Sus instrucciones son claras para todos los bañistas: solamente pueden permanecer dentro de las albercas 30 minutos, pasado ese tiempo tienen que salir y ceder su lugar a los que están formados esperando en la fila. Los niños lucen sonrientes, sin preocuparse de los empujones o de que haya poco espacio. Muy a su manera disfrutan de la simulada playa que les han construido.

A las tres de la tarde, Andrés todavía no llega. En la entrada del deportivo mucha gente todavía hace fila para entrar. A las seis, cuando la playa está a punto de cerrar, Susana recibe un mensaje en el que le indica que ya no llegará. Como una metáfora de lo que ha sido su vida en estos últimos años, tendrá que iniciar el viaje de regreso nuevamente sola.

IV

Susana es de los millones de mexicanos que viven esperanzados en que algo suceda. Algo que cambie el destino de lo que actualmente están viviendo: el narcotráfico, los secuestros, las ejecuciones. Los mexicanos no son indiferentes a lo que pasa. Más que otra cosa, están obligados a contender con una clase política hambrienta, un grupo empresarial voraz, un sistema informativo que los avasalla. Los mexicanos viven esperando algo que no se puede aún definir, que no se parece a un milagro, pero que esperan venga a remediar sus maltrechas alegrías, que redefina el paso de los siguientes años. En esa expectativa está un mejor panorama para las mujeres, los jóvenes, los viejos y, por supuesto, los niños, que por el momento tienen que conformarse con alegrías artificialmente construidas.

Agustín Azcona Hernández

(Ciudad de México, 1967) es sociólogo y redactor. Egresado de la carrera de Sociología por parte de la UNAM. Ha colaborado en algunas revistas literarias como Molino de Letras, Punto en Línea y Letralia.México – Abril 2011

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Un comentario

  1. Creo que el ejemplo es extremo , no podemos cupar a los pol

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