Cada vez que se sube a un escenario, el orgullo se abre camino a codazos entre mis costillas y siento ganas de llorar.
Ya no es aquel niño abandonado que una noche, guitarra y dolor en mano, me dijo enséñame a tocar.
Me estaba pidiendo armas para luchar contra el sufrimiento que lo consumía. Soy escritora, sé de lo que hablo. Pero las armas no sirven de nada si no tienes instinto de lucha y capacidad de sacrificio, de modo que lo puse a prueba: le enseñé dos escalas y le dije que, si demostraba interés, le enseñaría algunos acordes.
Durante muchos días lo oí machacar las escalas una y otra vez durante horas.
– ¿Cuándo me vas a enseñar los acordes?
– Cuando tengas callos en los dedos.
Cada vez que se sube a un escenario, sé que puedo morir tranquila: mi hijo es un hombre.
Marisol Oviaño
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