Mi padre, un venerable anciano de ochenta y seis años, entró apresuradamente en la habitación compartida del hospital. No pareció ver a nadie salvo a su mujer, al menos obvió todo saludo reglamentario hasta después de haber cubierto de besos la cara postrada de mi madre. Sólo entonces reparó en mí y en los acompañantes de la otra enferma que compartía habitáculo y saludó amablemente tras excusar sus modales. Los “acompañantes” no sólo sonrieron, sino que quedaron… ¿sorprendidos? del amoroso gesto de mi padre. A él acababan de darle el alta médica tras haber pasado toda la noche en urgencias estabilizándole sus problemas pulmonares y cardiacos. Mi madre seguía ingresada en planta en un sinvivir continuo de pensar que no podía estar cuidando de su marido como lleva haciendo más de sesenta años.
Mi padre había recibido el alta médica, pero ese trámite sólo se hizo efectivo tras llenarse la retina con la débil sonrisa de su mujer al verle.
Mirarles cómo se miraban con las manos enlazadas mientras sus hijas se repartían sus cuidados era una de las escenas más tiernas y amorosas de las muchas que a lo largo de toda su vida han regalado a su familia.
Dicen que la pasión, científicamente, dura dieciocho meses, que el amor no es eterno, que los príncipes se convierten en ranas, que los rollitos de primavera se convierten en cerdos agridulces, que los cuentos con final feliz sólo son cuentos chinos, que nada es para siempre y que las relaciones humanas son como los pañuelos de papel: de usar y tirar… pero el espejo en que yo me miro cada día son mis padres y ellos me demuestran que una cosa es la teoría que llena páginas y páginas de enfrentamientos entre matrimonios, y otra cosa es la práctica. O… puede que también sea la práctica habitual las desavenencias matrimoniales y que ellos -como otros muchos- sean la excepción que confirma la regla, pero yo me pido ser también la excepción. Me pido que jamás se conviertan en gusanos las mariposas que siento en el estómago cada vez que miro a mi marido. Me pido seguir haciéndoles creer a mis hijos que el amor es eterno e indestructible y que puede con todo porque “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo perdona, todo lo espera… porque es amor es paciente, servicial, no se irrita…” Por pedir me pido ser, para mis hijos, el ejemplo que han sido mis padres para mí.
“El yayo se ha puesto enfermo porque no sabe ni puede ni quiere estar sin la yaya” dijo una de mis hijas como si me hubiera leído el pensamiento, aunque yo me aventuré a ir un poco más lejos: mi padre no deseaba el alta, sino una cama en el hospital junto a la de mi madre.
Estoy segura de que muchos de ustedes conocen casos similares cuando no sean uno de ellos, lo que ocurre es que el amor es igual que las carretas: cuando van de vacío producen mucho más ruido que al ir llenas. Podrá haber parejas que aviven y mantengan su amor, a lo largo del tiempo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en las penas y en las alegrías… y lo harán sin ruido, serán ejemplo y espejo para los más cercanos, pero sin alharacas. Y habrá otras que, desgraciadamente, cuando venga la enfermedad, el paro -dicen que cuando la pobreza entra por la puerta el amor sale por la ventana-, o las penas…, por mucho que lo intenten, no lograrán encontrar puntos de apoyo común y terminarán como el rosario de la aurora. Dicen, también, los científicos y los estudiosos de la psique humana que el amor es un acto de voluntad, que cada día se elige amar, que es una elección libre pero elección, a fin de cuentas, el seguir o no con la persona elegida. Sólo así se puede entender que haya matrimonios que duren apenas unos meses y otros que sean eternos.
Mi madre siempre ha repetido una frase que era causa de broma cuando yo era más joven de lo que soy ahora: “quiero que papá se muera aunque sea una hora antes que yo”. Ahora entiendo toda la grandeza y la generosidad que encierran esas palabras que pueden tener, tan fácilmente, una interpretación de guasa. Ella sólo pretende ahorrarle a su amor el dolor terrible de tener que vivir, aunque sea una sola hora, sin la presencia amada.
Sí, podrá haber “amores eternos que duren lo que dura un largo invierno”, pero hay amores que duran mil primaveras. Y yo me pido este último.
Ana Mª Tomás Olivares
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Mi truco consiste en que al levantarme por la ma
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