Una navaja para cortar, aceite linaza y tarros de crisantemos. Polvillo de Nápoles para rellenar las líneas del mapa de la cara. Sombra de ojo, penumbra sobre los dos parpados. Esperlecente, mejor aún, tornasol. La esperma roja que gelatiniza los labios y los deja ubicados, uno sobre otro, sujetando ese quejido de rebuzno. Quejido de orgasmo, si es que existe tal cosa. Pintas para cada uno de los cabellos, de los pelos, pintas rojas. Pintas negras. Hasta pintas largas y blancas. Para cada uno de las pelucas, pelos pintados rojos. Esmalte de garra. Perfume de entrepierna. Crema de pezón. Talco de ojos. Resecante de lagrimal. Corazón con gomina. Dedal de colonia. Lápiz negro. Lápiz de mantequilla negra en el lunar, justo en medio de ese agujero. Afeite de monte. De base de brazo. Tijera plana para la pierna loca. Pinzas de toca platino. Corte de uñas de toca platino. Algodonadura para beber sangre en sorbos sordos desde la grieta blanda que sonríe de lado. Peluca y peluquín, castaño rubio o marengo. Máscara facial de cara y sello al mismo tiempo. Brazalete de himen, clítoris de pluma y de jade. Todo este cuerpo de maquillaje, de marquesina fluorescente, son las armas que acribillarán el degenerado, salvaje y suculento retrato original con el que naciste y bosquejan en tandas de dosis fuertes, en capas, la mascarada, brillosa y relamida: escenografía de teatro para rostro de mujer gata de garra o paloma de pluma, con el que te recordaremos siempre
Azur 200