Yo era una mujer feliz. O quizá no…Pero como no lo pensaba, eso no tenía importancia. No pensaba la vida en términos de felicidad, la verdad. De hecho, no la pensaba. Sólo la vivía como podía, andaba por los días tal y como iban viniendo: a trompicones, salvando baches, escaqueando trampas, disfrutando las calmas, aguantando los vendavales…Como cualquiera.
Mi vida era corriente, yo era corriente y eran muy corrientes mi marido, mis hijos, mi piso, mi barrio, mi trabajo.
Tengo 39 años y trabajo de limpiadora en un hospital grande, como personal fijo de una subcontrata de mantenimiento. Mi marido, Ramón, es fontanero y trabaja cuando lo llaman; es una buena persona, nos conocemos desde siempre, nunca me ha sorprendido ni me ha dado grandes quebrantos. Mis hijos están estudiando, si es estudiar lo que hacen, y esos sí que dan problemas de todo tipo. La hipoteca del piso la terminaremos de pagar en unos pocos años más.
Así era mi vida, una llanura aburrida con algunos obstáculos corrientes por donde llegar a no sabía dónde, ni me importaba. Con llegar a fin de mes, no pelear con mi gente a navajazos y descansar lo mínimo necesario para estar con mediana decencia en el trabajo ya tenía bastante.
Entonces llegó a mi servicio el argentino. Un médico argentino que venía para unos meses, como parte de su formación, como pasaban tantos por allí al cabo del tiempo. Pero éste me miró y encontró a una mujer bonita debajo de mi feísimo uniforme, consistente en una bata gris informe con un anagrama de la empresa sobre el bolsillo del pecho izquierdo. Nos cruzamos varias veces, yo colgada literalmente de mi escoba -que las piernas no me sostenían ante el empuje de su mirada- y él con el fonendo basculando alrededor del cuello, antes de que me hablara, a mí, directamente a mí:
– Sos preciosa, señora, lo sabés ¿verdad?
– ¿Yo…? Pues…Gracias…
Y seguí limpiando el pasillo, que se me hizo corto, corto; y veía en cada losa la mirada que supo traspasar mi bata desabrida, y escuchaba la voz argentina sobre los ruidos de la planta, diciendo esa tontería que me hacía tan feliz…
Cada día se me acercaba un poco más, me decía algo más; yo empecé a perder tartamudez y a ganar amplitud de sonrisa. Me compré un broche de esmaltes de colores para colocarlo encima del anagrama del pecho, algunos días cogía una flor de camino al trabajo y me la prendía en el pelo. La gente de la planta me decía que estaba guapa, por primera vez en mi vida. Cuando el argentino se dirigía a mí yo me dejaba caer en la mopa y hablábamos sin parar de sonreírnos, de qué temas no lo recuerdo, pero esas miradas, esas sonrisas, esos pulsos desatados…
Un día me dijo si quería ir a comer a su casa y dije que sí.
Jamás hasta ese día supe cómo era el amor locura, el amor, en definitiva. Se me olvidaron mi casa, la hipoteca, comer y dormir, Ramón y mis hijos. Yo sólo pensaba qué ponerme debajo de la bata y en el pelo, qué decir en casa si me preguntaban algo. La verdad es que Ramón, como estaba la Champions, nunca me echaba en falta en el sofá, y yo dejaba siempre comida preparada para todos, eso sí. Cuando uno de mis hijos hizo notar que me veían poco, les dije que estaba haciendo un curso de flecos para mantones que me interesaba una barbaridad, allí cerca, en el Centro Cívico.
Todos los días quedábamos el argentino y yo, a cualquier hora, dependiendo de los turnos, y era como si al fin entendiera yo lo que era vivir. Él me decía que nunca se quedaba en los sitios, que siempre estaba de paso, que le gustaba viajar: estudios, congresos, placeres…Un culo inquieto era, me decía.
El día que se fue lo acompañé al aeropuerto para verlo elevarse y desaparecer volando en el cielo. Yo sabía que me moriría de pena durante un tiempo, pero me gustaba más eso que morirme de aburrimiento; sabía que si me mordía el corazón la nostalgia, era más bonito ese dolor que dejar que me comieran las moscas en el sofá triste frente al televisor.
Volví a la fosilización de mi rutina, pero yo ya no era un fósil: seguiría poniéndome el broche de colores sobre la bata, diademas bonitas en el pelo, alguna flor…
Me habían crecido alas y había aprendido a volar un poco.
María
Blog de la autora
Sin lugar a dudas una maravillosa confesión. Es mejor probar una vez el caviar que morirse sin probarlo. Al menos morimos sabiendo a qué sabe.
Fabuloso, María. Un cuento bello, bien narrado y con ese sabor de las cosas deliciosas.
Te felicito
Un abrazo fuerte
Ana
Muchas gracias, José, y Ana, por esos comentarios tan generosos.
Un abrazo y feliz noche.
María.
Relato realista y muy bien escrito. A cualquier mujer, en cualquier escenario, en cualquier lugar le encantaría salir de la rutina y despertar de la modorra en la que se cae sin darnos cuenta. Eso sí mejor no dejarnos»iluminar» por el aburrimiento y siempre mirar hacia todas partes y levantar la vista del suelo….., da vida.
Felicidades María.
Muchas gracias, Fátima. Enamorarse siempre da vida, es energía pura, aunque a veces las circunstancias no sean las mejores. Me dijo una persona: «Feliz el que en su vida tropieza con un «médico argentino». Su recuerdo puede salvar una vida del tedio». Yo estoy de acuerdo.
Un abrazo.
La anécdota viene sucediendo, como salpimentadora de la rutina, desde que el primer humano miró a su pareja y se quedó tan frío y aburrido como antes, y ha sido contada desde todos los prismas imaginables.
Sin embargo, tu manera de narrarla no es común; hay ahí convicción, estilo y gusto al reflejar los sentimientos, y eso es el noventa por ciento de un buen cuento.
Estupendo, María.
Es cierto, Atticus, no inventamos nada y siempre contamos las mismas cosas que suceden desde el principio de los tiempos, como dices. Cada uno a nuestra manera, ahí estriban las diferencias, si las hay, o los matices.
Te agradezco mucho el comentario que haces y la opinión que expresas.
Feliz noche.
¡Hola, María! Solo me apetecía decirte, bueno, escribirte, que me ha gustado… Lectura sencilla que te sumerge en la historia fácilmente, lo cual no es ni sencillo ni fácil. 😉
Hola, María:
Estaba degustando un cafelito (por aquí los sirven de primera 😉 y he visto un grupo de compis que se arremolinaban en torno a una mesa y su historia… Yo, que soy muy curiosa desde que asomé a este mundo, no quería perderme el motivo… Y sí, desde luego merecía la pena; además, suscribo todos los comentarios que te han dejado… «Mejor arriesgarse y probar…», una deliciosa narración que te lleva a una lectura fluida y, por supuesto, me uno a Atticus y a Lola en el sentido de que transmites los sentimientos con una sencillez maravillosa. ENHORABUENA, María. Ahora me alegro de haber venido a curiosear, ¡me ha sabido más rico el café!
Pero… (jeje, siempre hay uno…), tengo una pregunta que no sé si me dejará volar con Morpheo esta noche… ¿Por qué un «médico» y por qué «argentino»?? 🙂 ¡Por favor, cuéntame el secreto!
Un fuerte abrazo. Y reitero, me ha encantado conocerte, me gusta tu estilo.
Lola y Mar, muchas gracias por vuestra presencia y vuestras palabras en esta «tertulia». Que os haya gustado esa historia cuasi-cotidiana me alegra mucho.
¿Por qué un médico argentino? (jejejej): qué sé yo, él apareció allí de pronto, en mi planta… Quizá porque necesitaba despegar del suelo a lomos de mi escoba, pero no perderme en las nubes; un ave de paso era la respuesta, y los argentinos tienen labia para despertar del sopor hasta a la bella durmiente 🙂 Espero, Mar, que Morpheo te acogiera en sus brazos esa noche
Sois muy, muy amables.
Un abrazo y feliz noche.