
Este tronco lleva un año resecándose en la terraza.
Aunque era demasiado grande para mi chimenea, en cuanto lo vi me enamoré de él. Tenía un precioso color rojizo, estaba cortado con hacha inexperta y sinuosa, parecía una escultura.
Cuanto más gruesa es la leña, más brasa necesita para arder. Y el hogar de mi chimenea tiene un seno de piedra natural (parece el molde de una teta, supongo que de ahí el nombre) bastante pequeño, insuficiente para almacenar tantas brasas como este tronco necesita. Si el seno se llena en exceso, al fuego le falta oxígeno y todo se acaba llenando de humo.
Y aunque cuando vi este tronco sabía todo eso, y aunque cuando lo cogí noté que estaba un poco verde, lo eché a la carretilla.
Y me lo reservé para un día como hoy.
Un tronco como el que acabo de echar sólo arde con alegría si estás cerca, pendiente de él. De lo contrario se tirará unas cuantas horas convirtiéndose lentamente en carbón, calentando poco y alegrando nada. Como un radiador con aire.
Y aquí ando.
Hurgando en las brasas.
Rascando el carbón para que arda.
Avivando mi vida.
Marisol Oviaño
proscritosblog.com