Hoy, 19 de marzo de 2012 sale a la venta mi novela Bajo los Tilos en ebook (pdf, epub, mobi y fb2). Coincide con mi santo por lo que os regalo un avance del primer capítulo para ir abriendo boca.
Podéis adquirirlo en la cabecera mi blog o quien lo quiera hacer por transferencia que se ponga en contacto conmigo por email: arracada@gmail.com
Espero que disfrutéis con su lectura como yo lo hice escribiéndolo:
Capítulo I
En la vida y en la muerte todo tiene un porqué, al menos eso pensaba hasta hace una semana.
La iglesia resulta pequeña. Las pocas bancas de que dispone se han ocupado enseguida por señores trajeados con sus respectivas acompañantes, todas ellas de oscuro y con perlas alrededor del cuello. Los que llegan más tarde se sitúan de pie en las naves laterales. De reojo observo, con malsana curiosidad, el ir y venir de los asistentes. Se inicia un molesto murmullo que cesa cuando la ceremonia comienza. Me apoyo en reclinatorio y papá me mira intranquilo desde su metro noventa. Cruzo los brazos sobre el vientre que aloja a mi hijo y una apacible sensación contrarresta el inmenso dolor que no me deja respirar.
En la homilía, el sacerdote alaba las virtudes cristianas de mi madre; mi padre y mi hermano se remueven inquietos en la banca, no sé si presos de o molestos por los bisbiseos chismosos que aquella plática provoca entre los asistentes. No veo el momento de que todo acabe.
A instancias del párroco se forma una larga fila en la nave central y empieza el monótono desfile. Mi padre agradece a cada uno de los asistentes su presencia en el funeral con un fuerte apretón de manos o un sonoro abrazo. Mi hermano y yo, como estatuas de sal, nos dejamos besar mientras escuchamos lo buena persona que era nuestra madre, la mala suerte que ha tenido para morirse así y lo solos que nos ha dejado. A punto de desfallecer, hago una señal a Gonzalo, mi marido, me agarro de su brazo y salimos.
En la calle, temblando, enciendo un cigarrillo y lo apago al instante al ver la expresión de Gonzalo. Lleva razón; no es bueno, ni para nuestro hijo ni para mí. Necesito aislarme de la tragedia que vivimos, la llevo incrustado en el alma, como algo viscoso de lo que no me puedo desprender. Cierro los ojos. Gonzalo me abraza; le regalo una sonrisa.
Ya en casa de mis padres compruebo que todo sigue tal y como ella lo dejó; la última labor de ganchillo en el costurero que le regalé, por el Día de la Madre, el libro de Isabel Allende, La isla bajo el mar, en la mesita del teléfono… Como si de un momento a otro fuera a regresar a la vida, a su hacer cotidiano. Contemplar su mecedora vacía, estática, me produce una intensa desolación. Me ahogo entre aquellas paredes. Voy hacia la ventana, descorro el visillo transparente y la abro. Ahí está el parque, y el cielo nublado desde que amaneció, infrecuente para mitad de junio, que presta una tonalidad plata al verde follaje de los árboles. Por un instante, mi mente se aleja de la frialdad de aquellas paredes entre las que reposan sus cenizas. También es un día gris, muy gris, en mi corazón. Miro hacia el fondo, donde casi mi vista no alcanza. Allí se sitúan los tilos, los majestuosos y viejos tilos de anchos troncos, dando sombra al paseo. Los tilos…, sus árboles predilectos.
Casi todas las tardes, al regresar del colegio, la encontraba mirando a través de esta misma ventana. Al verme aparecer, me alzaba en sus brazos y me susurraba: Mira a lo lejos, allí, María, y señalaba con el dedo a un infinito que mis infantiles ojos no lograban divisar. ¿Los ves?, esos árboles tan altos, los que están al fondo. Se llaman tilos y como son enormes dan una gran sombra en el paseo. Un día te llevaré a jugar allí, decía ella mientras besaba mi sonrosada mejilla de colegiala dejándome la huella de carmín rojo que siempre adornaba sus labios. Un ofrecimiento nunca cumplido.
Sobre la mesa, el recorte del periódico donde se detalla la extraña y singular noticia de una mujer que falleció a bordo de un avión rumbo a Nueva York; mi madre.
¿Por qué lo haría?… Una confusa desventura para nosotros, su familia, que ni siquiera sabíamos que había tomado ese avión. Las lágrimas aparecen de nuevo y también mi enorme resentimiento hacia ella, la mujer que me dio la vida y que se fue sin despedirse. Nunca la perdonaré… ¿Cómo puedo pensar eso? La quiero y la odio al mismo tiempo; no sé cuánto más de lo uno que de lo de otro. En realidad sí lo sé, para qué engañarme. La odio, la odio, la odio… ¡Joder, qué mal me siento!
—¿Aún sigues aquí? Ya deberías estar en tu casa con tu marido.
Me sobresalta la voz grave y enfadada de mi padre.
—Sí…—respondo mientras restriego los ojos con el húmedo pañuelo.
—En tu estado no es bueno atormentarte de ese modo por alguien que cogió la maleta y se marchó sin mirar atrás, sin preocuparse de nosotros.
Lleva razón, pero no se lo digo.
—¿No te extraña ese comportamiento en mamá? Nunca lo hubiera imaginado de ella, marcharse sin dejar siquiera una breve nota.
Mi padre da media vuelta y sale de la habitación, sin responder. Sigue disgustado con ella.
La vida continúa. Tengo un marido, un proyecto de hijo y un trabajo. El tiempo restañará las heridas por la pérdida y me procurará la oportunidad de perdonarla; sin embargo, me quedan tantas preguntas sin respuesta.
Un estrepitoso y desagradable rugir de tripas me perturba. Una bola en el estómago me impide tragar desde hace días. He de comer algo, aunque sea por el niño. Me obligo, voy a la cocina y reparo en la bolsa de plástico blanco llena con los objetos que mamá llevaba encima en el momento de su fallecimiento. Nadie la ha tocado. El corazón galopa desbocado mientras la abro. Dentro, el bolso marrón de piel y una caja de cartón en la que han guardado las cosas pequeñas: unos pendientes de perlas blancas, regalo de mi padre por el nacimiento de mi hermano; el anillo a juego, obsequio por mi nacimiento; el reloj de oro y… ¿dónde está su alianza? Descorro la cremallera del bolso convencida de encontrarla allí. El monedero, la tarjeta de embarque, una bolsa pequeña de aseo con pinturas, un paquete de pañuelos, el móvil y una postal. Ni rastro del anillo. Rebusco en los bolsillos interiores: nada. ¿Y si se la quitó por algún motivo? Tal vez quería estar cómoda en el viaje, o… Desconcertada, contemplo los objetos que he ido esparciendo sobre el cristal de la mesa y la tarjeta postal llama mi atención; una imagen nocturna de la Estatua de la Libertad con la ciudad de Nueva York al fondo. Le doy la vuelta:
María José Moreno