Mis padres cumplían los roles tradicionales: él traía el pan a la mesa y ella se encargaba de nuestra educación.
Cuando yo tenía catorce años, mi madre comenzó a trabajar con mi padre; pero como la responsabilidad económica seguía recayendo sobre él, ella continuó asumiendo el papel de policía malo: era la que nos esperaba si llegábamos tarde, échame el aliento; la que nos echaba unas broncas antológicas por las malas notas y la que imponía las condenas, un mes sin salir.
Mi padre, al día siguiente, se limitaba a soltarnos una de sus frases hechas sin mucho énfasis, te parecerá bonito. Nuestra madre se quejaba con frecuencia de que él nunca se encargaba del trabajo sucio, a lo que él respondía invariablemente con su legendario aplomo: “Es que tú estás para las cosas sin importancia, y yo para las importantes”, y nosotros nos tirábamos de la risa ¡qué jeta!
Ahora creo que tenía razón: él marcó las líneas maestras y ella las remachó con eficiente pragmatismo. Juntos hacían un equipo extraordinario.
Yo no tengo con quien repartirme el trabajo, de modo que vivo en permanente bicefalia: ahora trazo una línea maestra, ahora desato el armagedón porque las notas son un desastre o porque la lavadora terminó hace cuatro horas y nadie ha tendido la ropa.
Desde fuera parece muy difícil.
A veces lo es.
Marisol Oviaño
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