Civilización y venganza. Por Marcelo Galliano

Será así nomás, como dice Liliana, que uno porta los colmillos y las garras sin darse cuenta, con ese aire tan racional de la corbata, de la nariz royendo libracos en la calle Corrientes, del Gancia de las seis, siempre con hielo, y en penumbras, y con un autor latinoamericano por empezar.
Así es como todo pasa, según ella, y uno pierde… Qué sé yo lo que dice que uno pierde, pero está bien segura de que uno lo pierde.
A veces le pregunto si le molesta que sea el mismo, con esas manías íntimas, con el café de la sobremesa, mis discos, mis lecturas. Es entonces cuando me intriga, cuando me chista con tibieza porque la nena sigue convaleciente, cuando junta mis labios con dos dedos como maleando una arcilla tibia, cuando me dice que en realidad no soy el mismo… Casi siempre me adormezco feliz de sus ocurrencias, de su percepción minuciosa. He llegado a sentir que puede diferenciar y nominar cada gota de lluvia, reconocer los diferentes ángulos de abertura de una rosa minuto a minuto.
He llegado a temerle, tal vez no a ella, pero sí a su forma de escrutarme, a su manera de descifrar mis cambios, de añorar las irrecuperables virtudes que yo no termino de anotar como perdidas.
Tantas otras veces, también, me he empecinado en demostrarle lo contrario. Casi lo logro aquel abril…
No olvidaré aquella cabaña cercana a Masai Mara que elegimos para rasgarnos el sayo que Buenos Aires nos ponía día a día. El perfume que nos inundaba, esa falsa sensación de haber quebrado la continuidad del aliento agitado del ruido, ese follaje desnudo ante nuestro ojos siempre vestidos, la intimidad de esa lejanía… donde decir taza era escuchar la palabra taza, donde abrir la puerta era oír la madera carraspeando.
Sé que llegamos a pensar que la irracionalidad de lo simple nos invadía, que una vida sin bosquejo previo se nos ofrecía con la piel en celo; casi nos convencemos esa noche en que nos mordimos los labios en la oscuridad de las estrellas encendidas, en que nos buscamos sin el reparo del horario, del almanaque, de las cuentas por saldar. Luego, un amanecer por las hendijas, ella entre mis brazos, un río claro que aún ciego de almohada no pensaba buscar, una brisa intrusa y un silencio. Sí, un silencio…, cuando el sol ya debía haber perturbado a … ¿la nena? Sí, sí, está bien… está en… No, no está en su cama…
No guarda mi memoria la forma en que salí. Veo, en cambio, aún hoy, la escena aquella: el alba rojiza, los árboles mudos… y la chiquita gateando delante del tigre…
Cuando Liliana, aún semidesnuda, apareció a mi lado y observó lo que pasaba, sólo atiné a amordazarle la boca con mis dedos; fue un segundo… menos, en el cual mis manos volaron a su rostro, imposibilitándole gritar. Sabía que un veredicto de muerte pendía sobre mi hija y que sería consumado al mínimo susurro. Transpiré, mi aliento se quebró mientras seguía milímetro a milímetro los movimientos del felino y de mi chiquita. Mi mujer vibraba, yo también, comencé a sentir frío, a medir cada rodeo del animal, a escuchar en mis sienes cada paso de la bestia como una pulsación lenta, una especie de timbal amplificado que latía en mi cabeza, como si un reloj sideral marcara los ralentados segundos de una sentencia eternamente lentificada.
Caminó, observó, olió… En un instante fatal sentí que su cabeza se acercaba a la frente de mi criatura. Mis yemas húmedas resbalaron del rostro de Liliana y su lengua –acaso también involuntariamente asesina- lanzó un grito que el animal respondió con un fatal movimiento de su garra, con el que cercenó una mejilla de la nena deshebrándola como un papel mojado.
Veo la sangre, sí, la veo, aún siento el olor, los alaridos desesperados de mi mujer corriendo a ensuciarse de ese rojo espeso, a tomar a esa muñeca rota entre sus palmas buscando una explicación, y el animal, quizá tan inocente como todos, huyendo ante el griterío.
Aún rememoro, en mis brazos, el peso del arma que tomé todavía entre llantos sin repuestas. Mi hija agonizaba, y mi esposa tironeaba de mi camisa rogándome que no fuera. No la escuché, no reparé en sus súplicas. Escopeta en mano salí a buscarlo, acaso con la falaz excusa de evitar otra muerte, ese argumento que, cegado de odio, ni yo mismo creí.
Caminé sin rumbo, olfateando la nada como un asesino patológico dispuesto a fagocitar su víctima, adivinando pisadas, intuyendo aromas perdidos entre arbustos.
Temblé al verlo. Advirtió mi presencia y se alejó unos pasos de la cría que parecía cuidar con esmero, acaso adivinando mi intención de arreglar cuentas, y el peligro que aquello implicaba para su hijito.
Lo vi acercarse ofreciéndome su vida, me afirmé, apreté las muelas hasta sentirlas pulverizarse en mi paladar…
Ya en la mira, giré imprevistamente, y en una venganza que aún me enorgullece, apunté al cachorro, y se lo asesiné delante de sus ojos.

Asociación Canal Literatura
Marcelo Galliano
Blog del autor.

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2 comentarios

  1. Pido disculpa, donde dice «lerte» quise decir «leerte»
    Betty

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