El instrumento rojo. Por Cristina García Requena


Cada día a la misma hora, ella estaba allí, leyendo su libro con el vaivén del tren. Siempre se sentaba de espaldas a la dirección en la que íbamos, cosa que me sorprendía, porque yo siempre busco lo contrario para evitar marearme. Pero ella es un ángel y los ángeles no se marean, flotan en el aire como las mariposas. Se sentaba en el pasillo para transportar con facilidad el instrumento rojo. La verdad es que no entiendo de instrumentos musicales, pero éste era grande, casi de su mismo tamaño, y sus curvas redondeadas recordaban a una matrioska rusa. Lo colocaba delante de los pies tapándole toda la mitad del cuerpo. La cabeza ladeada y el torso recto, como si estuviera en el auditorio. Pasaba las hojas del libro y su mano parecía acariciar las cuerdas con el arco. En ese momento era capaz de oír una música celestial.
Mi parada era anterior e intentaba bajar en la puerta más cercana y buscarla con la mirada, esperando una sonrisa, un gesto que me hiciera pensar que me había visto.
Pasaron meses y el verano estaba próximo. Daba por hecho que cualquier tipo de actividad llegaría a su fin y no soportaría la idea de no verla, así que una tarde decidí seguirla. Su parada venía después de la mía. Cuando la vi bajar me vino a la mente la alfombra roja de cualquier ceremonia de entrega de premios de cine. La belleza andante, los pasos suaves y cortos, poniendo un pie delante del otro sin apenas mirar al suelo, dejando que el cabello con su movimiento marcase el compás.
No me quise acercar mucho para no intimidarla. El rojo del instrumento me serviría para verla de lejos. Aún no había empezado a subir las escaleras hacia el exterior cuando oí un golpe seco primero y al instante, uno grave y metálico retumbando en mis oídos como el eco en la montaña. Corrí hacía la calle presintiendo lo peor. Sobre el asfalto yacía su cuerpo, tan elegante como siempre. La cogí de la cabeza porque aún respiraba y al mirarla a los ojos, se me saltaron las lágrimas.

– Ah, eres tú!- me dijo con su voz de miel.
– Sí, soy yo. Tranquila, te he encontrado. Todo saldrá bien.

Se la llevó la ambulancia sin sus constantes vitales. No la volví a ver. Pero cada tarde al llegar a casa, acaricio suavemente el violonchelo y vuelvo a oír su música celestial.


Cristina García Requena

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2 comentarios

  1. He estado busc

  2. Precioso.

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