El nido de los loros. Por Dorotea Fulde Benke

En el nido de los loros verdes, ¿regirán reglas de cortesía? ¿Habrá turnos de visita, para comer, poner huevos o hacer el amor? La verdad es que son loros chillones, hasta el verde de sus plumas es eso, chillón, y sus voces roncas penetran en la siesta, perforan el ruido de los motores de la autopista cercana, proclaman a todas horas del día –porque ¡benditos sean! son aves diurnas que tan pronto caiga la noche observan un silencio absoluto– su hazaña de colonizar una parte de la costa andaluza viniendo de otro continente.

¿Cómo dices? ¿Que estoy obsesionada con los loros esos? Pues sí, así es. Viajaron en un contenedor desde Venezuela destinados a ser distribuidos a hogares españoles en flamantes jaulas con columpios, pero un gruista inepto –¡bendito sea también él!– hizo que su gran caja de madera se cayera en el muelle del puerto de Málaga y los pajarillos se lanzaran a explorar y a habitar su Nuevo Mundo a este lado del charco. De eso han pasado más de veinte años y siguen procreándose, chillando, volando siempre en grupitos o en bandada, chillando, aterrizando en los árboles donde construyen sus nidos grandotes y desordenados, siempre pregonando su triunfo. Son supervivientes, auténticos vencedores. Cuando pasan delante de mi terraza, les sigo con la mirada y siento envidia de su vuelo, de su camaradería gritona y campechana, del leve zigzag de su ruta. A veces me llego tras ellos hasta su nido en el eucalipto más cercano, donde se encaraman y parecen esperar turno para entrar. Luego ya, el misterio, ¿qué pasa allí dentro? ¿Hay orden? ¿Saludan, picotean a los más débiles, idolatran a los fuertes? ¿Son humanos, al fin y al cabo?

¿Que estoy loca? Pues sí, así es. Si no, ¿cómo se me ocurriría esa comparación? Estoy tomando un cafelito en un bar disfrutando de la compañía de una persona muy amiga. Charlamos sin levantar la voz, nos reímos sin intrigar a los de la mesa vecina, movemos las sillas sin maltratar el granito… cuando el ambiente de tertulia y conversación se rompe. Chillidos, gritos que se acercan, voces agudas y más graves: el colegio cercano ha abierto sus puertas. Pequeños bólidos en cazadoras y plumones de colores llamativos invaden la calle, se acercan; aumentan los decibelios. ¿Pasarán? ¿Irán corriendo a merendar enchufados a la televisión? No hay tanta suerte. Pepito ha invitado a sus amiguitos a celebrar su cumpleañitos. La puerta ya permanece abierta, entran y salen en vuelo rasante; sin parar llaman a otros compañeros de clase más despistados; las madres juntan mesas; la camarera coloca platos –criscras– y vasos –crascris–. Alguien trae la tarta, todos se quieren sentar en el mejor sitio, coger el plato primero –criscris– y que sea suyo el mejor trozo de la tarta –¡Ayyyy! ¡¡Este es mío!!–.

Nosotros nos hacemos señas para ponernos de acuerdo, pagamos los cafés y salimos a la calle que nos parece un refugio de paz y tranquilidad. Atrás queda el vodevil del cumpleaños donde una de las madres levanta una piñata monstruo. Pepito tira de las cintas, los caramelos se caen, y se lanzan los leones. Ellos, definitivamente, pisotean a los más débiles y dejan paso a los fuertes. ¿Son humanos, al fin y al cabo?

Llegada a mi casa observo a los loros que llevan su algarabía a su nido desordenado, y desaparecen uno por uno en su interior. ¿Tendrán reglas de cortesía? Al menos se callan cuando anochece.


Dorotea Fulde Benke
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Un comentario

  1. Gritamos y parloteamos porque procedemos de la selva, como los loros y all

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