Cuando la gamba gigante estiró sus tenazas y atrapó a la luna llena, las luces del paseo marítimo no estaban encendidas y toda la costa se quedó a oscuras mientras un mar sin reflejos lamía con desgana la arena. No quedaba nadie en la playa, y el único bar de la zona acababa de extinguir su letrero de neón. Un camarero somnoliento sacó dos bolsas de basura, echó la llave a la puerta, se montó en el asiento trasero de la moto de su compañera y se marcharon con un suave zumbido de motor. La playa, tan acostumbrada a las luces y los ruidos, se perdía bajo la callada negrura de un cielo nocturno encapotado. Una tortuga extraviada sacó la cabeza del agua y consideró la posibilidad de haber llegado a su destino lejos de la presencia humana, pero en seguida volvió a deslizarse hacia la parta más honda del mar. El aire cambió de dirección y dejó de traer salitre y aroma de algas y peces. La costa empezó a oler a tomillo y romero, tan agradables, mas no hubo nadie para deleitarse con sus perfumes. -Traigo espliego y jara, -cuchicheó la brisa presumiendo como una vendedora ambulante al pasar entre las sombrillas de fibra vegetal. No hubo respuesta; todos estaban pendientes del disco lunar aprisionado por la gamba gigante y oscurecido entre las barbas de sus fauces.
En eso se despertó el perro cortés que estaba durmiendo en un banco del paseo marítimo. No ladró ni habló -es que no resulta fácil hablar con una gamba gigante- sino que se acercó sigiloso y levantó la pata trasera en el palo que sujetaba al molusco.
Profundamente molesta, la gamba intentó en vano coger al perro. Tanto se agitó que soltó a la luna que en seguida se puso a una distancia prudente iluminando la noche con más luz que antes si cabía. El mar recuperó sus reflejos y pinceladas de plata y chapoteó alegre entre las piedras del rompeolas. Una pareja de enamorados encontró el camino a la playa que habían buscado en la oscuridad y se acomodaron en una de las hamacas. Cerca de ellos, se tumbó el perro cortés recordando tiempos mejores.
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