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François Bacculard era un tipo refinado, culto a pesar de su origen humilde. Con mucho esfuerzo había conseguido completar los estudios de piano, y ahora que la prestigiosa Real Academia de música de París acreditaba su condición de maestro, suponía que encontraría trabajo sin dificultad.
Tal vez podría conseguir sustento bajo la protección de un rico burgués, en una de esas familias repentinamente favorecidas. Porque no dejan de ser plebeyos que esconden, tras gruesos muros, a jovencitas que necesitan con urgencia formación en habilidades sociales, para que puedan permanecer con éxito en sociedad y, por añadidura, disfrutar de sus ventajas.
—Dime que me amas… —susurró una bella señorita de pelo castaño, más con los ojos entornados que con los labios.
El pianista forzó una sonrisa tímida a modo de respuesta, y se sentó en el escabel del piano con evidente incomodidad. Carecía del atractivo que podría provocar tales reacciones en las damas, y el virtuosismo de su arte todavía no era del dominio público.
—Dime… que no puedes dejar de pensar en mí… —insistió una joven de cabello anaranjado, entre risitas irregulares.
François Bacculard, sin despegar los labios, respondió frunciendo el ceño. Había escuchado rumores de que Antoine “Le rouge”, un pobre desgraciado que abandonó la academia, había conseguido encandilar a la baronesa de Vichy y que a pesar de tener los estudios incompletos, ejercía como profesor privado de música; que dormía en los cuartos de servicio, y hasta disfrutaba de los favores de alguna descocada sirvienta.
¿Por qué razón no habría de conseguirlo él, que estaba mejor capacitado, que sus modales y conversación eran exquisitos?
—Acaso… ¿no somos hermosas, apetecibles a la vista, y que no dejarías, por lo tanto, de mordisquearnos con los ojos? —se interesó un ángel de cabellos dorados, mientras apoyaba un pie diminuto sobre el teclado, mostrando intencionadamente un tobillo y un poco más.
Tal vez quien necesitaba ejercitar habilidades sociales era el propio François Bacculard: apenas había tenido tiempo para vivir de tanto trabajar, estudiar y practicar con el piano. Le resultaba tan difícil responder a la muchacha, sin que pudiera ofenderla con adulaciones improvisadas o todo lo contrario, con frías palabras que menospreciaran a tan encantadoras jovencitas; que prefería permanecer en silencio, con el objeto de no comprometer su puesto de trabajo.
—Dicen… —aseguró una joven que mostraba en un escote cuan generosa había sido la naturaleza con ella— que las manos de un pianista son capaces de acariciar de tal modo, que escriben poesía a través de los gemidos de su amada —añadió tomando la mano derecha de François con la clara intención de sosegar su agitado corazón con el tacto del apocado maestro.
Las demás jóvenes observaban con envidia contenida el atrevimiento de la muy dotada señorita. François Bacculard trató de serenar la respiración. Y con la mano libre que le quedaba se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.
—Ay por Dios… por Dios… —farfullaba ininteligiblemente el pianista.
—¿Quién podría conformarse con miradas inflamadas de pasión, si nuestras cinturas suspiran igualmente por caricias que sólo a ella vas a dar? —ronroneó con malicia la joven de pelo castaño, tomando la mano izquierda del pianista y dejándola petrificada en su cadera.
François Bacculard trató de averiguar si estaban solos en la sala, incapaz de retirar las manos de dónde las jóvenes tan solícitamente las habían dejado; presentía que las circunstancias habían comprometido en exceso su honor. Las muchachas parecían salidas del pincel de Herbert Draper, y permitían una experiencia de amor, todavía no sabía por la intercesión de qué antigua divinidad, que muy difícilmente se repetiría sin su influjo.
—¡Caballero! ¡Compórtese, por el amor de Dios! —gritó la madame irrumpiendo en la estancia— ¿No debería estar repasando las partituras?
Las chicas explotaron en un jolgorio de risitas y taconeos en un ir y venir por el escenario.
—¡En dos minutos abrimos las puertas del cabaret! —recordó la madame—. Hoy no quiero fallos en la coreografía, y tú, François, a ver cómo te portas en tu primer día de trabajo.
Fin
“…Ay por Dios… por Dios…”, seguía susurrando François Bacculard.
?Federico Manuel
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