No tenía idea cómo, pero llegaría. Se tiró a la calle y cojeando, medio tambaleante, se subió a la primera micro que pasó, pagó y quedó debiendo el resto, «no importa», le dijo el conductor, «sólo quiero que sepa que el pasaje subió».
Agradecido, se sentó con la pierna adolorida estirada, esperando que nadie pasara por sobre ella, a esa hora no había tanto movimiento en las calles, nadie tomaría la misma micro con el mismo destino…
Le parecía entre cómico y trágico, ir en micro, pasando por tantos lugares conocidos y que le traían tan buenos recuerdos, y teniendo como punto final el otro lado de la ciudad, así, medio muerto como andaba.
Se dio cuenta que el micrero lo miraba por el retrovisor a cada rato. No se imaginaba por qué, ya que, supuestamente, no se le notaba tanto la herida. Pero le incomodaba y de repente sintió que algo malo podía ocurrirle. Se asustó y decidió bajar de la micro, pero el tipo no le paraba, pasaron dos, tres semáforos, uno en rojo incluso, y recién se abren las puertas para dejar pasar a los que le quitaron desde la ropa hasta los doscientos setenta pesos para volver.
Ahí, se dieron cuenta de la herida, entonces fueron amables, no le pegaron, ya estaba bastante podrido.
Lo bajaron de la micro y dejaron mirando cómo se iban burlando…
Como le faltaban apenas cinco cuadras, y ya estaba en el barrio, caminó no más, hasta llegar a la casa de José.
– ¡Negrito, ábreme, por favor!
José abrió preocupado, medio dormido y al verlo en ese estado no pudo más que exclamar:
-¡Virgen Santísima! ¿Qué le pasó, mi chanchito?
– Primero, me sacó la cresta el Jaime, supo lo nuestro y me echó. Y, camino a tu casa me asaltaron en la micro, en sociedad con el micrero.
– ¿Y sus cosas, mi amor?
¡Me las robaron po’, negro!
José le curó la fea herida de la pierna y masajeó suavemente sus hombros. Ambos olvidaron la mala racha y se fundieron en un abrazo amoroso hasta el amanecer.
María del Campo