Dublín, recién llegada a nuestra habitación.
Abro la ventana y, tiernamente, me acaricia la luna. Me descalzo y me apoyo en el marco de la puerta modernista que tanto me gusta. Estás a punto de llegar. Me muero por abrazarte…
Enciendo la radio y sintonizo España, las noticias. Y oímos, la noche y yo, la voz de dos hermanas niñas que acaban de llegar a Dublín.
La luna se horroriza, se contrae a sí misma en una mueca de dolor. Se vuelve tan estrecha que sólo deja emanar de ella una fina telaraña de terror.
Grita a sus hijas violadas.
Desterradas para siempre de la niñez…
………………………….
Ella era muy joven,
demasiado para empezar
a gritar,
llorar,
odiar…
La camiseta fue
lo primero
que le arrancó.
Después,
las braguitas
de algodón
—desvirgando sus lágrimas
hasta romper
de dolor
su piel—.
Saqueada,
se lo contó
a su madre,
que con miedo
lo ocultó.
La mierda
se quita con perdón.
Y ella,
la madre monstruo,
lo perdonó.
Durante cinco años,
él,
arrasó su cuerpecito
de hija,
de miel…
Al cumplir los
quince,
ella suplicó ser
deforme
para que
no la tocara.
Un día
su pequeña hermana
comenzó a gritar,
a llorar,
a odiar…
Demasiado joven
—pensó la
niña sin niñez—.
Y se la llevó
a otro país.
Desde allí
los denunció.
40 años le han caído
al padre monstruo.
Yolanda Sáenz de Tejada
Colaboradora de esta Web en la sección
«Tacones de Azucar»
Blog de la autora