Esperando. Todo el mundo parece últimamente estar esperando. Pero esperando qué. ¿Esperando nada? ¿Nada concreto? ¿Un desenlace imprevisto de todas las calamidades? ¿La paz en el mundo? Qué se yo, ¿la lluvia? ¿Una bíblica lluvia de plomo fundido, y lava, acaso?
Parece que están esperando nada. O quizá sí, si pasas muy cerca de ellos, si te detienes para ver cómo se queda a veces su mirada absorta, cómo se pasan la mano por el cabello muy lentamente, si los calculas, te parece comprender que están esperando algo muy concreto.
Sí, mirándolos cara a cara, estás casi seguro de comprender a cada cual cargando con su íntima obsesión, su caries de alma, puedes imaginar su obstinada larva royéndole la conciencia, te parece incluso que puedes escuchar un ruidito levísimo y constante como de oruga masticando celulosa, con un ansia tenue pero muy viva, un rescoldo de deseo. Y esa ligera incomodidad al respirar.
Míralos. Están en todas partes. Esperando. Esperando qué.
¿Están esperando la nave que se los lleve a Plutón? ¿Esperando una verdadera oportunidad de amar? ¿Esperando, simplemente, ese pequeño aumento del salario tan necesario? ¿Esperando vivir?
¿Esperando que avance la cola de la sopa de beneficencia? ¿Esperando ver agonizar a su enemigo de un horrible cáncer de piel, y morir a su anciano padre de cualquier mal para disponer por fin de su codiciada herencia? ¿Esperando al esquivo vendedor de drogas? ¿Esperando para cometer la traición largamente acariciada?
La esperanza es lo último que se pierde, sí. Fé, esperanza y caridad, sí, míralos, son tus hermanos, tus hijos, tus razonables vecinos, a los que saludas sin mirar, tus amados depredadores y tus aseadas víctimas.
Miguel Pérez de Lema
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