De las tres revoluciones posibles, la revolución política, la revolución social, la revolución tecnológica, sólo se ha quedado atrás la primera.
Vivimos en un régimen político hueco. La democracia se ha desnaturalizado y se ha convertido en eso, en un régimen. Un régimen excluyente para cada vez más millones de ciudadanos.
El régimen democrático se defiende acudiendo a sus valores fundadores, al papel mojado de sus constituciones, para sostenerse. Pero ha renunciado a cumplir sus objetivos, y ya sólo es una forma de tiranía, que se autojustifica y traza una línea fronteriza: dentro/fuera.
La sociedad post democrática, en la que vivimos, es una nueva sociedad de castas. Castas intocables (incluidas) que se nutren del resto (excluidos). La casta de funcionarios, la casta de los políticos, la casta de los poderes económicos en connivencia con la casta política, la casta de aquellos que gozan algún privilegio legal (subsidios, compensaciones) que fue legítimo en su origen pero va dejando de serlo a medida que nuevos ciudadanos con iguales o superiores capacidades ya no tienen acceso a esos derechos.
Las élites intelectuales atrapadas dentro de las masas que van quedando excluidas, empiezan a tomar conciencia de su diferencia. La clase media productiva, hasta cierto punto acomodada, está siendo esquilmada y empobrecida en un proceso continuo. Y por debajo de ellos, ha surgido un nuevo proletariado de inmigrantes y jóvenes, al que sólo le espera la miseria y la desprotección, incluso teniendo empleo.
Los abundantísimos mecanismos de ingeniería social y depreciación moral que velan por la estabilidad del régimen democrático, han sido hasta ahora eficaces. Los nuevos proletarios carecen de la vieja conciencia de clase que hizo poderosos a los proletarios de otras generaciones.
El individualismo ha logrado que, efectivamente, el nuevo excluido, el expoliado, se sienta sólo e impotente ante el mercado. Y aun más, ha logrado que el nuevo proletario excluido, el miembro de la clase media esquilmada, no se reconozca a si mismo y crea, gracias a las puntuales compensaciones que le provee el consumo, que participa de la democracia en igualdad de condiciones con las castas incluidas en ella.
O quizá, que si bien no han alcanzado ese estatus de privilegio, este es accesible. Y esto puede decirse de aquellos que han tenido algún momento de reflexión, de la élite intelectual, que supone una minoría frente a la inmensa masa acrítica de excluidos que sienten los síntomas de su exclusión pero son incapaces de diagnosticarla.
La degeneración del ideal de la democracia en una cleptocracia hiperburocrática de castas, la desigualdad sistematizada, no son suficientes para promover una revolución política. La abulia de la sociedad, la puerilización y el embrutecimiento controlado de los individuos, y un nivel mínimo de prosperidad, hasta ahora, lo evitan.
Lo evitarán hasta que el edificio del sistema de castas se colapse. El régimen durará mientras dure el ensueño del consumo. Pero el hambre aviva el ingenio. Y en una situación de desempleo masivo y sostenido, de empobrecimiento de las clases medias, de ausencia de oportunidades para la juventud, parece inevitable que las masas excluidas comiencen a tomar conciencia de su situación. A exigir su inclusión.
La historia nos ha enseñado la virulencia y la rapidez con la que las masas excluidas, una vez que se inicia un movimiento revolucionario, se suman a quien se postule como mecanismo de inclusión. El modelo de la revolución francesa triunfó por ello. Y se repitió en las revoluciones comunistas, fascistas, socialistas, anarquistas, islamistas, del S. XX.
Si como hemos dicho, la revolución social y tecnológica ya han sucedido, es posible que se produzca una revolución política. Sería necesario que antes se produjera una crisis económica mucho más intensa y duradera que la actual, y más tarde, la aparición de algún movimiento político oportunista de inclusión, que asista a las masas.
Lo deseable sería que la democracia fuera capaz de regenerarse, de volver a sus orígenes, y a funcionar como un sistema incluyente plural, y no como la tiranía de castas que ha devenido. Eso evitaría el estallido de procesos revolucionarios, que suelen ser violentos, y el advenimiento de sistemas incluyentes oportunistas, que suelen ser totalitarios.
Veremos a ver.
Miguel Pérez de Lema
Proscritosblog