Alcé la vista y seguí hacia el frente. Fijando la mirada en la espalda del compañero, sin volver la cabeza. Lo había conseguido, la había abandonado, por fin había conseguido que se quedase atrás, que no me siguiese con su aire de perrito faldero. Atrás quedaban obligaciones, sudores, me estaba comiendo la vida poco a poco, me estaba comiendo la niñez, con sus continuas exigencias, con sus deberes, con lo que tenía que aprender. Cada vez que abría la boca me quedaba una hora sentado a la mesa, tratando de resolver los problemas, de acertar cuál era el sujeto y el predicado. Me quedaba ahí, sentado, y ella voraz se comía mis desvelos y problemas. Hasta que no estaba satisfecha no paraba.
Por primera vez en muchos días, sonreí al cruzar el porche, al llegar al aula, al sentarme en mi pupitre liberado de su peso, de su chirrido machacón. Esa mañana podría mirar por la ventana, relajar mi mente, pasar el tiempo viendo las caras de mis compañeros atendiendo al profesor. Mis neuronas podrían relajarse y yo podría pensar.
A los diez minutos llegó, cansada, con los ojos suplicantes, venía de la mano de la portera. «Algún día vas a dejarte la cabeza» me dijo. Y sonreí pensando. La imagine también de la mano de la portera.
Brisne
Colaboradora de Canal Literatura en la sección «Brisne Entre Libros«
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