Fumar ayuda a pensar, a imaginar y crear. Quita el estrés, atenúa la soledad y el miedo. Nos hace crecer y sobre todo nos hace compañía. Pero yo no fumo y nunca he fumado. Ese vicio, que se adquiere en la pubertad, como beber alcohol, me llegó tarde. Tampoco me gusta la cerveza. Ambos son rituales de iniciación a la vida adulta, porque nadie puede negar que el primer trago y la primera calada, no son chocolate, saben horrible, son vomitivos, causan mareo, revuelven el estómago y sólo nos acostumbramos a ello por pura terquedad, por pertenecer a un grupo.
Siempre me han gustado las mujeres que fuman, sin distinción, sean fumadoras sociales o de buró. Me gustan por transgresoras y autodestructivas, porque al fumar no le temen a la muerte y mucho menos a la vida. Son mujeres combativas, meticulosas, con los nervios a flor de piel. Hablan de gustos de cigarro como si fueran caramelos. Aunque para mí todos huelen a lo mismo, ellas distinguen los mentolados de los ligth, tabacos rubios de aquellos hechos con papel arroz. Respetan a los fumadores de Raleigh como al hermano mayor.
Envidio esa complicidad de baño de mujer que se hace entre fumadores. Ahora que está prohibido fumar en cualquier sitio, cuando veo a más de dos que se salen a la calle a compartir el fuego, me digo, a ese grupo quiero pertenecer y me pregunto qué se están contando en el espejo de esa calada, de quién se estarán riendo, de retrete a retrete bajo un árbol, a qué conclusión habrán llegado al lavarse las manos de humo. Aunque sean desconocidos, los fumadores se agrupan al pie de la calle, se miran a través del mismo filtro. Yo los observo desde la mesa del bar y no me atrevo a acompañarlos, sé, que si lo hago, al llegar cambiarán el tema, atenuarán la voz y me mirarán como a un extraño que nunca está a la altura de su modo de muerte.
Nadie cree que va a morir por fumar, aunque el cigarro tenga raticida y más de cuatro mil sustancias que no sé dónde caben en un pitillo. Tampoco les importan las nuevas fotos en las cajetillas que a mí me gusta coleccionar: un feto verdoso, una boca con los dientes podridos, un hombre sin una pierna o en lecho de muerte, mientras su hijo le llora. Una docena de tragedias retratadas con frialdad de principiante. La que más me conmueve es la foto de la rata, he oído decir a algunos. Yo prefiero la del tipo con enfisema. Ahora no sólo escoges la marca, sino también autorretrato. A mí no me dé esa, escuché decir a otro en la caja de un Oxxo haciendo fila para pagar, prefiero el de las muletas, así por lo menos sabrán de qué pie cojeo.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Cállate niña (es su nueva novela y Ediciones B su nueva casa editorial. Puedes leer extractos de su novela en su blog