La culpa de todo la tiene el Monopoly. Ya apuntaba maneras desde pequeña. Parecía que disfrutaba desplumándome, viéndome cómo me arrastraba hasta la Banca para pedir que me dieran un crédito. El asunto de las estaciones salió mal y todo empezó a ‘fundirse a negro’. Después, ya en quiebra técnica, medio regalé mis propiedades, mientras ella, amasando cada vez más dinero, se pasaba el día en el notario poniendo escrituras a su nombre. Tampoco tuve suerte en las cartas. Perdí todo, tan sólo me quedaba la casa del Paseo del Prado, la más cara de todo el tablero, pero nunca caía en ella. Una vez tras otra saltaba por encima con la gracia de una feliz gacela. Y yo allí, con cara de idiota, mirando el brillo de sus anillos al tirar los dados, arrepintiéndome de haberme casado con ella. Mi último billete se lo llevó una multa por conducir borracho. Te compro la casa, me dijo, tendiéndome un fajo de billetes. Valoré la situación: miré el dinero, luego la casa, después otra vez el dinero. Lo cogí con desgana. Vi, apenas conteniendo las lágrimas, como tiraba la casa para levantar un hotel. Fue superior a mis fuerzas. Me levanté y la hice tragarse todo el montante que aún mantenía en la mano.
Me denunció. Ahora estoy aquí encerrado, a la espera de juicio. Conociendo mis antecedentes, mi compañero de celda se niega a jugar a nada. Y yo me aburro.
Rafael Caunedo
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