La llamaban desván
los chicos de la escuela.
Tenía unos ojos
infinitos
con un gran salón
negro en el centro.
Amueblaba su mirada
una lámpara encendida
de besos
y pestañas.
En el lóbulo,
tierno,
le prendían
(como llamas)
unos aretes de oro.
La llamaban desván
incluso,
cuando la dejé
preñada.
Paseaba por el recreo
aquel vientre
hinchado de caricias,
con esa vida fresca
que le brotaba
(como chocolate
caliente)
entre las caderas.
La llamaban desván
los chicos de la escuela,
porque todos los hombres
querían subirse a ella.
Yolanda Sáenz de Tejada
Colaboradora de esta Web en la sección
«Tacones de Azucar»
Blog de la autora