La llave premonitoria de Kharkov. Por José Fernández Belmonte

Dormía, plácidamente, bajo un edredón que olía a nuevo, en aquel apartamento ucraniano después de una paliza de tren de más de seis horas, que es lo que tarda el recorrido desde Kiev hasta la ciudad de Kharkov. Ese tren es conocido como el Expresso de Kharkov y el billete cuesta menos de diez euros. Como iba diciendo, yo roncaba a pata suelta, necesitado de descanso y calor, cuando en lo mejor del asunto escuché un fuerte golpe metálico proveniente del balcón.

Me desperté, súbitamente, como si el mundo se acabara por un ataque alienígena o de rubias ucranianas, que en ese momento de desconcierto, y haber tenido opción a elegir, hubiese preferido sucumbir bajo el ataque de las rubias -aunque fueran de bote- que en manos de unos adefesios mocosos y fétidos de color verde esmeralda.
Ni una cosa ni otra. Corrí la cortina, sobresaltado, sin encontrar a nada ni a nadie en aquel diminuto balcón. Ni una maceta con geranios, ni un bicho verdoso, ni una rubia despampanante, ni Papá Noel que se hubiese equivocado de fecha.
Muy confundido corrí de nuevo la cortina buscando evitar la claridad que entraba de la calle e intenté recobrar el sueño y el calor perdido.
Me molestó el tic-tac incansable de un reloj de pared que curiosamente marcaba la hora de Moscú y de Nueva York. Me pregunté: ¿Para qué querrían saber los dueños de ese apartamento la hora que hay en esas dos ciudades al mismo tiempo? ¿Acaso serán antiguos espías del KGB?
Decidí, para evitar el ruidoso tic-tac, descolgar el reloj y guardarlo en el armario ropero con espejos que había frente a la cama. Mientras, caí en la cuenta que Artur dormía en la habitación de al lado y ni se había inmutado, lo que me hizo pensar que aquel estruendo metálico, que casi me provoca un infarto, había sido sólo fruto de una terrible pesadilla.
A la mañana siguiente me despertó, a la limón, el odioso sonido del despertador de mi BlackBerry, y el trajín que Artur producía haciendo gárgaras en el baño. Me levanté y corrí la cortina para favorecer la entrada al cuarto de luz natural y me quedé congelado, no por el hecho de que hiciese cuatro grados bajo cero, tras aquel cristal, no. No fue ese el motivo de mi soponcio mañanero. Lo que me dejó petrificado como un fósil del jurásico inferior fue el encontrar una enorme llave de hierro sobre un felpudo de goma en aquel balcón.
Tan sólo ataviado con una camiseta de dormir y un braslip abrí la puerta que me separaba de Siberia y de aquella enigmática llave. Tonto de mí, intenté coger la oxidada herramienta con una mano y casi se me quedó pegada en ella. Lo intenté de nuevo con ambas manos, soportando estoicamente su glaciar temperatura, de tal modo que, pude calcular, no sé para qué, que aquella herramienta de la época comunista debía de pesar, por lo menos, tres o cuatro kilos.
Con ella en las manos, como si llevara una brasa ardiente, me dirigí al cuarto de baño, justo en el preciso momento en el que Artur abría la puerta. El grito que pegó fue impresionante. Yo me asusté tanto como él y la llave me cayó sobre un pie, por lo que solté otro alarido que entraba en competencia directa con el que Artur acababa de emitir.
– ¡Hostias, Pepe, que susto me has pegado! pensé que me ibas a atizar con la llave -dijo Artur.
-¿Tú viste anoche esta llave en la terraza? -le pregunté a mi compañero polaco.
-Juraría que tan sólo había un felpudo de color gris -respondió Artur.
-Pues yo creo que esta llave cayó anoche sobre el balcón. Me despertó el ruidazo tremendo que provocó al caer. Creo que eran las cuatro de la madrugada, ya que, al levantarme, aproveché para quitar el reloj de la pared que me estaba amargando la noche con su dichoso tic-tac y lo metí en el armario.
-Pepe, yo creo que eso es imposible, estamos en el quinto y último piso. Debes de haberlo soñado. Date prisa, si quieres desayunar, que se nos hace tarde para la primera visita.
Durante todo el día, visita tras visita y reunión tras reunión, no pude dejar de acordarme de aquel fenómeno paranormal. Aquella hercúlea y oxidada herramienta se había apoderado de mi subconsciente como un algoritmo en bucle o como una rueda de churros infinita de la que no tuvieras forma de comerte la porra.
Ya de regreso al apartamento de Kiev, cuya escalera se asemeja a boca de lobo, pese a estar el edificio a la espalda de un concesionario de coches de lujo y el más prestigioso puticlub de la ciudad, Artur se tomó un té antes de irse a la cama y yo degusté un rico y refrescante kéfir que siempre le hace bien a mi delicado aparato digestivo y me ayuda a dormir mejor.
El nórdico me cobijaba aportándome la tranquilidad necesaria para agarrar un plácido sueño. Y así fue. Dormí y dormí como un angelito hasta que, de entre unas nubes blancas, apareció Mariano Rajoy sentado en un gran trono. Observé cómo varios arcángeles se acercaban a él para entregarle una gran llave que traían sobre un cojín de terciopelo de color rojo chillón. Rajoy, con la sonrisa cáustica que le caracteriza y sacando su lengua díscola como siempre que se pone de los nervios, cogió con sus dos manos la llave de Kharkov y la alzó mostrándola a un montón de ángeles, arcángeles, santos, y monaguillos de más humilde condición, a lo que estos respondieron enarbolando banderas de España con la silueta de un toro de Osborne y poniendo, a todo volumen, la conocida melodía del Waka Waka de la escultural y satisfecha Shakira.
A la mañana siguiente, por razones que podrán entender mis lectores, no le dije ni media a Artur.
Dos días después de estos extraños acontecimientos, Mariano Rajoy, al tercer intento, ganó las elecciones generales en España.

 

Ahora que por fin tiene la llave, esperemos, por el bien de todos, que sepa cómo usarla.


José Fernández Belmonte
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