A veces me pregunto si nací con el talento innato de leer deprisa o lo adquirí con el tiempo y las adversidades. Al igual que un corredor de maratón posee unas cualidades físicas adecuadas, yo debía tener algún gen, raro en mi familia, que me obligaba a devorar cualquier libro que cayera en mis manos. Y digo raro porque en mi casa apenas se leía. Como las letras impresas enganchaban mi alma, ya fuera una novela del oeste de Marcial Lafuente Estefanía o una historia rosa de Corín Tellado, casi siempre hurtadas a mis hermanos; me hice una experta corredora en la modalidad de lectura rápida, pues entre capítulo y capítulo realizaba las obligadas tareas de la casa. La profesionalización llegó cuando descubrí la biblioteca pública. Batí mis propias marcas; estos libros más densos en contenido, me llevaban a mundos extraordinarios, llenos de personajes, de historias por descubrir, aún a costa de pasar las noches en vela.
Nunca podré olvidar aquella mañana clara de mayo cuando la profesora preguntó a cada niño qué deporte le gustaba practicar, todos se rieron de mí al responder toda seria y compuesta: la maratón de leer.
Felisa Moreno Ortega