Hay frases que no se comprenden en su momento pero que, tiempo después, incluso años más tarde, cobran todo su sentido. Para mí una de ellas es esta: “Cuando uno tiene que tomar una decisión trascendental para su futuro, es conveniente hacerse esta pregunta: ¿Puedo sostener toda mi vida esta decisión que ahora tomo? ¿Sí o no?». Aunque parezca excesivo decirlo, en muchos casos esta frase es la prueba del nueve de la felicidad o al menos de la serenidad, que es un estado de ánimo menos evanescente y caprichoso que el de la tan cacareada felicidad. La frase me la reveló un festejante griego que tuve allá por el Paleolítico inferior y no le di importancia en su momento porque Dimitri, pongamos que se llamara así, no era precisamente el faro de Alejandría ni había descubierto la pólvora. De hecho, era simple y un pelín cursi, si me apuran. Pero, como dice mi madre, lo fascinante de esta vida es que hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces al día, de modo que hay que estar atento, porque nunca se sabe cuándo ni de quién uno va a recibir un interesante retazo de sabiduría. En efecto, con el tiempo he olvidado incluso la cara de Dimitri pero, en cambio, recuerdo con frecuencia su curiosa sentencia. Voy a ponerles un ejemplo práctico. Imaginemos que uno debe tomar una decisión de esas que pueden variar el curso de su vida, un cambio de estado civil, por ejemplo, decidir si jubilarse o no, montar un negocio, confiar en alguien o en algo. Por lo general este tipo de decisiones se toman siguiendo los impulsos del corazón o los de la cabeza. Del corazón si se trata de asuntos sentimentales o relacionados con parientes o amigos, y de la cabeza si son laborales. A veces, las personas con experiencia o los jóvenes especialmente inteligentes combinan cabeza y corazón tanto en temas sentimentales como en laborales, lo que hace que sus decisiones sean más acertadas. Sin embargo son muy pocos los que a la hora de tomar una determinación se preguntan si más allá de su conveniencia (que es lo que se controla con la cabeza) o de sus anhelos (que es lo que se controla con los sentimientos) se trata de una decisión con la que puedan convivir de ahí en adelante. Supongamos que se trata de una cuestión sentimental. Apostar a fondo por una persona de la que uno está muy enamorado, o por el contrario, divorciarse de alguien de quien uno ha dejado de estarlo. ¿No ocurre muchas veces que, a pesar de que la cabeza o el corazón indican una cosa, uno tiene la sensación de que hay “algo” que porfía y nos recomienda no hacerles caso a ninguno de los dos? Por eso, en ocasiones nos sorprendemos actuando de forma extraña. Como por ejemplo, cuando uno, a pesar de querer muchísimo a una persona, decide no seguir adelante con él o ella. O todo lo contrario, cuando elige continuar en un matrimonio que, al menos en apariencia, ya está muerto. La gente llama a esto cobardía pero yo creo que juzgar en casos así no es solo injusto sino frívolo. ¿Es cobardía renunciar a lo que parece el amor de nuestra vida o hacerlo tiene que ver con una forma de sabiduría inconsciente que indica que los amores imposibles dejan de ser amores, precisamente, cuando se hacen posibles? No, no es fácil ni justo juzgar a los demás, porque solo uno sabe con qué decisión sentimental puede convivir y con cuál no. Y lo mismo ocurre con otras muchas, como la de seguir en un trabajo aburridísimo y rutinario. O por el contrario, con la de montar un negocio que, a priori, parece apasionante y lleno de posibilidades económicas. Unos llaman a esto intuición; yo, más prosaicamente, lo llamo “estómago”. Y es que esta víscera que, desde luego tiene mucho menos glamour que el corazón y mucho menos predicamento que el cerebro, es al final la que decide a veces por nosotros sin que lo sepamos. La única que, de verdad, sabe con qué decisión puede uno convivir y con la que no, por muy interesante, romántica o ventajosa económicamente hablando que sea. Y es que, en realidad, el estómago es la prueba del nueve. O, dicho de modo mucho menos fino, es el único que sabe qué somos capaces de digerir y qué no.
Carmen Posadas
Fuente: XL Semanal
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Es cierto, siempre hay una especie de instinto, m